Si bien el futuro ha sido desde hace siglos una veta de inspiración artística, la revolución tecnológica nos sorprende con creaciones cada vez más frecuentes y de mayor impacto. Se desata un tránsito de la conjetura a la realidad, de la especulación a la evidencia, del truco al trato, que se plasma particularmente en soportes audiovisuales.
Constatamos en el cine de ciencia ficción una constante con respecto a las décadas precedentes: la alarma, la advertencia, el desasosiego. Habitan el sustrato de “Metrópolis”, “La Mosca”, “Planeta prohibido” “Alien, el octavo pasajero”, todas ellas depositarias de un prometeico mensaje: es preciso alertar contra la tentación de emular a los dioses.
De esta fuente en la que predomina la ficción bebe “West World”, la serie estadounidense de diez episodios que se inspira en aquella “Almas de metal” que nos cautivó en nuestra infancia. En ella se dibujaba un futurista parque de atracciones dividido en tres sectores –Roma clásica, Medievo, Lejano Oeste- cuyos clientes se zambullían gracias a la ambientación pero sobre todo a la convivencia con una hornada de androides programada para atender a sus caprichos. Más tarde reparamos en que el director de “Almas de metal” así como de la novela en que se basa es Michael Crichton, autor también del texto que sirvió de inspiración a “Parque Jurásico”. Y comprendimos las analogías entre dos variantes de la misma fantasía: un parque monumental habitado por criaturas disimuladamente artificiales que acabarían rebelándose contra sus creadores.
Además de en su nido argumental, “West World” emula a su precedente en la crítica atroz a la conducta moral de los humanos. Los visitantes del parque se sirven de los androides –aquí llamados “anfitriones”- para templar su ira y para satisfacer su lujuria. En ambas la respuesta de éstos acaba siendo la violencia, lo que en el original da pie a un espectáculo de acción más bien inocente en tanto que en su novísima adaptación despliega en los “anfitriones” una confusión de identidad y un desarrollo de la conciencia que nos devuelve la fragancia y los interrogantes de “Blade Runner”: ¿ser creado es lo mismo que nacer? ¿Es legítimo someter a una especie artificial al menos tan dotada como la matriz? ¿Es la siguiente escala de la evolución una humanidad con código de barras? Y, por supuesto, ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Porque la memoria es como en “Blade Runner” el sustento de la personalidad de los unos y el resorte de autoridad de los otros. El enigmático Eldon Tyrrel de la obra de Ridley Scott tiene su remedo en un Robert Ford magistralmente interpretado por Anthony Hopkins que en esta ocasión no se alimenta de bíceps y tríceps sino de almas. Las de aquéllos, claro está, más humanos que los humanos: “¿Has cuestionado alguna vez la naturaleza de tu realidad?”
“West World” resulta una propuesta compleja, vibrante, desinhibida, con una capacidad de sorpresa que desborda al espectador. Las entregas que componen esta primera temporada mantienen una fuerza narrativa que baraja ópticas –anfitriones, huéspedes, científicos-, secuencias temporales, e incluso géneros ya que va y vuelve del western a la ciencia ficción.
Y al lado del subgénero que pone el acento en la ficción, concurre aquél que se detiene en los desafíos de la ciencia. El tono divulgativo de “2001 Odisea en el espacio” parece reverberar en la presente década en títulos tan notables como “Gravity”, “Interstellar”, “The Martian”, o la recién estrenada “La llegada”. Títulos que no renuncian al efectismo ni a la perplejidad, pero que se edifican en el solar de la hipótesis.
“La llegada” se adentra en el territorio del lenguaje, trazando el escenario de una sociedad de futuro imaginado pero inminente en el que doce naves alienígenas se posan en nuestro planeta. El desafío es descifrar las intenciones en absoluto diáfanas de sus tripulantes, seres heptápodos con apéndices como estrellas de mar que se comunican a través de círculos de tinta.
La teoría del relativismo lingüístico defiende que la percepción depende del lenguaje en que un sujeto se comunica. Y la hermosa sugerencia de este nuevo largometraje de Denis Villeneuve es que un idioma que superara las tres dimensiones convencionales permitiría a sus hablantes alterar su concepción del tiempo hasta trascender su linealidad. Así, la trama de “La llegada” se construye como un palíndromo en el que el comienzo y el final se amarran y se invierten y en el que los acontecimientos ya han sido o sin remedio van a ser.
Denis Villeneuve, que nos emocionara con “Incendies”, será precisamente el realizador de la muy ulterior secuela de la incandescente “Blade Runner”. Quizás en él recaiga la tarea de anudar la ciencia y la ficción, y el prodigio de imbuirlas de la atmósfera poética en la que los replicantes reclamaban el don de la eternidad. “Lástima que no pueda vivir. Pero, ¿quién vive?”
Fernando M. Vara de Rey