Podemos trata de gestionar su primera gran crisis cuando aún no ha cumplido tres años de vida. La formación morada, espíritu de aquel 15-M mortal y rosa, callejero y reivindicativo, se desangra atrapada en el laberinto entre tanto círculo y consejo ciudadano, presionada además por un gobierno de tres que en realidad funciona con dos. Entre todos la mataron y ella sola se murió, dice el refrán. O no. De momento, queda tiempo para la celebración, en febrero de 2017, de la II Asamblea Ciudadana de Vistalegre. Mientras, la pobre democracia, manoseada hasta la extenuación, se utiliza una vez más como ejemplo de transparencia interna por los dirigentes de un partido demasiado joven que vende discusión de ideas, pero que, inevitablemente, lucha por personalizar el poder.
Iglesias ha pasado de ser el líder indiscutible de todos los anticapitalistas a convertirse en un rival antidemocrático para una parte importante de su otrora fiel parroquia. Un incómodo enemigo para milicias inconformistas que prefieren a un moderado Íñigo Errejón como cabeza visible de un nuevo proyecto que no asuste, o lo que es lo mismo, más político, moderno y participativo, que responda al interés común. Porque a Pablo, ya lo saben, como a Monedero, Maduro, Chávez o los Kirchner, por citar algunos, le excita más aquello de susto o muerte. O sea, la incertidumbre, la desestabilización y la ambigüedad como piedras angulares para la supervivencia de un movimiento siempre en contra del sistema tradicional de partidos. El mismo sistema que permite hoy a Podemos cerrar sus heridas y lamerlas en el marco de un Estado de derecho.
Cuando el secretario de Organización, Pablo Echenique, habla de “voluntad de coagular al partido”, da a entender que la herida sangra y que no ha cicatrizado. Tan profundo es el corte, que cerrará por segunda intención, esto es, de abajo arriba, y nunca al contrario por mucho que se empeñe Iglesias. El ADN de Podemos, derivado de la supeditación y la adhesión indiscutible a un líder, al margen de facciones o movimientos colaterales, desaparece en el mundo. En Europa lo saben en la Grecia de Tsipras y en América Latina, desde los años 70 y sobre todo desde finales de los 90 del siglo pasado y hasta la actualidad, el populismo va dejando vendidos a todos sus líderes entre la demagogia y la traición a las masas. Y mucho ojo al factor Donald Trump, que lo tiene bastante claro en este sentido.
La supervivencia de Podemos en España pasa por el reto imposible de homogeneizar el movimiento social, dotándole de una ideología consensuada que represente a todos y a todas, independientemente del líder que lidere. El general Perón opinaba que todos los argentinos eran peronistas. Iglesias piensa lo mismo para Podemos; todos deben ser pablistas. Por eso, el actual secretario general no concibe una formación morada en la que él mismo no mande y decida. Hasta el punto de que voces internas opinan ya sobre la posible retirada de Iglesias en el caso de que la Asamblea no apruebe su proyecto político, su ideología. En definitiva, su voz y mando.
A pesar de todo, la fuerza de Podemos es indiscutible; 71 diputados de distintos colores y confluencias juegan la partida parlamentaria a su manera, es decir, como pueden o como les dejan. Algunos dentro y otros fuera. Muchos de ellos, sobre todo de la segunda y tercera fila, siguen defendiendo el encuentro amable con el PSOE descabezado, también empotrado en la crisis interna, en el duro camino del desierto. Podemitas que apuestan por el acuerdo socialdemócrata – incluyendo a Ciudadanos de Rivera – como única vía para desplazar a la derecha del poder. Pero todo esto me recuerda a los triunviratos de la Antigua Roma donde, finalmente, se instalaba el poder omnímodo del emperador tras el cruel enfrentamiento de tres bandos, con suicidios incluidos.
Fernando Arnaiz