La imagen que casi todos tenemos de don Pío Baroja no se corresponde, ni mucho menos, con la de un atrevido seductor. Al pensar en nuestro prolífico novelista, se nos viene a la imaginación una figura algo encogida, quizás cargada de hombros, cubierta la cabeza de ralos cabellos bajo una boina gastada, el flaco pescuezo abrigado por una bufanda que conoció tiempos mejores y el cuerpo endeble abrigado por un batín de cuadros con la felpa desgastada. Se sentaba Baroja al calor reconfortante del brasero de la mesa camilla, mientras su imaginación ideaba aventuras en lejanos mares, lances de honor como Dios manda, en los que siempre se veía envuelta una marquesa, y temerarios golpes de mano en agrestes sierras, que a la postre en nada favorecían la causa del pretendiente don Carlos.
Sin embargo, la vida de Baroja también tuvo episodios escabrosos y aventuras reales en los que, como muchos de sus personajes, a punto estuvo de perder la vida por el azar de un encuentro fortuito. Escapó de la muerte en el último momento trepando riscos y cruzando a pie solitarios pasos fronterizos y descubrió las intrigas de marquesas de carne y hueso en los salones decadentes de aquellos hoteles particulares que existían en ese París angustiado a la espera, en cualquier momento, de la anunciada invasión alemana.
En aquellos días previos a la llegada de las tropas alemanas, Baroja entretenía las largas horas en su cuarto del Colegio de España en París poniendo orden en sus papeles. Según cuenta en el último tomo de sus Memorias, sugerentemente tituladas En la última vuelta del camino, describe cómo aparece una carpeta encima del armario, olvidada y cubierta de polvo. Descubre entonces las cartas firmadas por desconocidas que, a lo largo de los años, había ido recibiendo.
En una de ellas, que en su momento Baroja no dudó en contestar, una conocida señora de la burguesía madrileña le propone un plan de fuga. En otra, una joven esposa vasca le cuenta el hartazgo que le provoca su marido, mientras relata una especie de peregrinación por los lugares donde había vivido Baroja. En una más, firmada por una enigmática circasiana, a la que Baroja imagina como sensual belleza oriental, le propone iniciar juntos una vida de aventuras y pasión.
Las cartas más atrevidas, sin embargo, son las que le envían algunas admiradoras norteamericanas. Algunas le confiesan su amor, incluso reconociéndole que todavía no han leído ninguno de sus libros. Véngase usted a América, le proponen a Baroja, donde se hará rico y famoso. Esta idea, al parecer, sedujo al bueno de don Pío. Con los alemanes ya en París, se presentó en el puerto del Havre para abandonar la vieja Europa. Si no se lanzó a la aventura definitiva y al final regresó a Madrid, no fue por otra cosa sino porque no consiguió ningún pasaje a Nueva York.
Ignacio Vázquez Moliní