No es cosa de abundar en la especialísima –y confusa– relación entre el rey Juan Carlos y uno, hoy traigo a colación que las obligaciones y servidumbres –siempre bienvenidas– de trabajar en este diario hacen que quien hoy les escribe empiece la Nochebuena desde hace unos años con un Rey en la mesa. Vamos, con el discurso de Nochebuena.
El caso es que desde la infancia el discurso del Rey en Nochebuena ha sido objeto de ritual. Era sonar el himno –la Marcha Real– en la UHF y siempre llegaba la payasada de mi primo Joaquín –los Joaquines somos leyenda y legión entre los Vidales– sobre el pavo que estaría sosteniendo los cartelones para que Juan Carlos leyera. Siempre hacíamos risotada con el tema. Ya se ve que la infancia de uno queda lejana, ahora Cristina Cifuentes –y Felipe VI no será menos– usa un telepronter igualico que el de Obama, transparente y casi invisible. Una cosa de un moderno casi irresistible.
Esta Nochebuena hubo que oír a Felipe VI en su discurso, mitad por obligación, mitad en tributo a los que no me estaban haciendo las coñas de mi infancia. Tengo que reconocer que me produce cierta incomodidad ver los esfuerzos indisimulados pero acartonados de la gente de las dos Casas –la Real y la de TVE– por hacerse los naturales. La punta de la corbata siempre le cae en la entrepierna –con perdón– de Felipe de Borbón de la misma manera. Ese esmero reluciente en la mesa, con los bolis colocados por colores y tamaño, aunque cabe la inquietante posibilidad de que Felipe VI sea un maniaco del orden. Esos libros encuadernados en piel sin abrir en décadas, porque quién abre un código civil en un despacho decente, habiendo internet y otras herramientas. Las banderas cuidadosamente plegadas y el interminable capítulo de las fotos en marco de plata. Interpretarlas es como para estudiosos del Politburó y sus políticas de gestos.
Las fotos de los despachos son todo un mundo. Una vez estuve en el despacho de un gobernador Civil, en el que, entre la grisura administrativa, destacaban las fotos cuidadosamente enmarcadas de una bellísima mujer rubia, esposa del gobernador. Lo llamativo para mi es que la señora rubia no miraba a su marido, sino que estaba puesta mirando a las visitas. O sea, que estaban para que las vieran las citas, no el ocupante del despacho, probablemente para que ninguno nos dejáramos confundir: el hecho de ser un carpetovetónico gobernador Civil no quitaba sexappeal a aquel hombre.
Este año los genios de la comunicación real han establecido que en las repisas de los anaqueles regios hubiera cuatro fotos. En blanco y negro en las que aparecía el rey Juan Carlos, el pasado; en technicolor las de su presente, el día de la proclamación con la reina, y otra del posado de verano de este ídem. Menuda sutileza de la comunicación no verbal. Que venga Obama a aprender.
Con ese marco de maderas barnizadas, luces indirectas y banderas requetecolocadas, con los bolis ordenados en la mesa –y ni un ordenador, no lo entiendo–, se dispuso a hablar el Rey, la chaqueta colocada y la punta de la corbata en la entrepierna (con perdón).
Mi familiaridad y afecto mutuo con su padre hacen que, humildemente, simpatice con Felipe de Borbón, ustedes lo entenderán. Me imagino su casa, un hogar al fin, invadida de técnicos de sonido, cámaras (personas que llevan y manejan una cámara) y, sobre todo, listillos con corbata, enormemente obsequiosos y a cada cual diciendo una idea más genial aún que la otra. Y, lo peor, todos mirando mientras él habla a la cámara, con lo jodido que es hablar a una cámara. Espantoso.
Antes, para empezar a remachar el clavo, hay un reportaje-montaje, con las actividades del Rey y alguna de la reina, este año. Yo creo que eso es idea de un republicano furibundo. La barba del Rey surgía y desaparecía, crecía, encanecía y recuperaba los hilos de color. Todo ordenado por capítulos minuciosamente, en el que no faltan los BBC de un rey: visitas, funerales y tomas de posesiones diversas por el mundo. En periodismo, el aparente desorden es la clave de una historia. La burocrática organización en capítulos de un año en la vida de un rey es la forma más penosa, aburrida y absurda de contar algo, una historia. Y esto, en mi simpatía fuera de toda objetividad por un rey de mi misma edad y azul de ojo –eso sí, a mi me sale un caprichoso rizo que a él no le veo–, me cabrea.
Estos discursos son todos hijos bastardos de aquel taimado Roosevelt que se dirigía a la nación con una chimenea detrás y con jersey y pipa (de las de fumar, flipa). Tienen el tono paternalista del patriarca que se dirige a la grey, reconviniendo, felicitando y poniendo los puntos sobre las íes. La necesaria y legal neutralidad de los reyes españoles hace que estos discursos hayan dado origen a una retórica hueca y absurda que se materializa en aquel inigualable eslogan de “produce en mi un enorme orgullo y satisfacción”, que el tono nasal del inigualable Juan Carlos de Borbón hace inmortal, como las empanadillas y la Encarna de Martes y 13.
Y el caso es que esta Nochebuena Felipe VI, un rey que no deja de sorprenderme, se ha sacudido las estrechas costuras de su traje gris y ha dicho muchas cosas. De entre las costuras de la inamovible retórica del Zarzuelaburó, Felipe VI ha asomado sus ojos celestes y su barba y ha dicho cosas de mucho interés. El nacionalismo empobrece la sociedad, muy bien elegida la palabra, porque si hubiera dicho “el país” o “España” o “la nación”, los nacionalistas habrían replicado un “os jodéis”, tan educados como son. Y que no se puede admitir en una sociedad civilizada que se atente contra la ley. Y él ha dado ejemplo de eso, en su propia casa y con gran dolor familiar.
Y Felipe VI, al contrario que muchos, es una persona educada. Si tantos personajes públicos se consideran perseguidos, linchados, apaleados por una mera critica escrita, imagínense si a unos salvajes les da por quemar su foto y romperla, con gesto de solemne estupidez.
Felipe VI ha dedicado el 80% del tiempo que le dan para hablar a todos los españoles a subrayar que le preocupan la desigualdades sociales, que son las que de verdad quiebran un país. Eso dará igual, a Felipe de Borbón se le juzga sin oírle, y muchos menos leerle.
Como corresponde a gente tan cercana –ustedes me entienden–, a mi me pasa lo mismo. Cada vez que se escribe que se está de acuerdo con el Rey, caen los palos. Avisados quedan los malotes: como se pongan pelmas, me salgo del grupo.
Joaquín Vidal