Cómo hacer el ridículo más espantoso y no morir en el intento. Ese debería ser el verdadero nombre de Las Campos, ese reality con el que se supone pretendían añadir unos euros a sus cuentas corrientes y conseguir tener un programa en prime time. Lo de menos era el ridículo que iban a hacer, que la mitad del país se iba a reír de ellas y que a la otra mitad le iba a dar vergüenza ajena verlas.
Zafio, cateto, ridículo… Cualquier objetivo de este tipo podría servir para definir un engendro televisivo que, por mucho que lo vieran casi 2,5 millones de espectadores (se supone que sólo por el morbo de verlas en su salsa o porque no tienen TV de pago o, simplemente, porque no tenían ganas de levantarse a buscar el mando a distancia), no pudo sino que hirió más la sensibilidad de los espectadores que cualquier película gore o de porno duro.
Aunque escenas como la de preguntar lo que valía un billete de autobús incluso qué podía o no hacer mientras el vehículo estaba en movimiento («¿Puedo levantarme?» «¿Puedo preguntarle a conductor?»), y el viaje en el mismo de las 'tres gracias' de Rubens a la española no tuvieron desperdicio, al igual que la del 'sufrimiento' que estaba pasando Terelu por poner el árbol y los adornos navideños, para lo que, como cualquier españolito, habían contratado a un asalariado, una se queda con la cena final, que ríete tú de la del Señor con Judas y el resto de discípulos.
El momento cumbre fue cuando María Teresa, con su fino humor, le dijo a su hija televisiva que si quería un churro, y ésta, como si se hubiera reencarnado por un instante en Fernando Fernán Gómez, la mandó directamente a la mierda, con una 'elegancia' digna de una aristócrata de Podemos.
La madre, al escuchar de una de las comensales que lo que en realidad le gustaban a Terelu eran las porras, volvió a la carga y le dijo que si quería una de esas masas de harina alargadas que se fríen en aceite, y no de oliva precisamente. La contestación fue todavía más 'fina' por parte de su hija, «no, ya te la comes tú luego por la noche», mientras Bigote Arrocet (me niego a llamarle Edmundo por si acaso alguien le compara con el gran Dantés de 'El Conde de Montecristo') ponía cara de asco, como preguntándose de donde habían sacado a esa aspirante a ser su hijastra, al tiempo que miraba de reojo su miembro viril aludido.
De verdad, de sólo pensar que María Teresa, tan señorona ella, podía hacer luego lo que había sugerido su educada hija, a una se le atragantó la cena y se le vino a la boca su primera papilla (sí, las moscas también las hemos comido de pequeñas, las papillas eh, no porras como las de ese humorista que se tilda de chileno cuando en realidad nació en Buenos Aires).
Entre arcada y arcada todavía acerté a ver de nuevo de pie a Terelu y a su hermana embutidas en sus vestidos de dos tallas más chicas de lo precisado para sus 'kardashianos' cuerpos (increíble que hayan querido comparar su reality con el de las modelos estadounidenses, gordas, pero modelos). Otra escena inenarrable, como la de ver los rostros de ambas mientras su madre y su novio cantaban el 'Si nos dejan' de Luis Miguel.
Esa instantánea, que por supuesto no pasó desapercibida para Mila Ximénez o Kiko Matamoros, los eruditos que compartieron con posterioridad mesa junto a María Teresa y sus dos hijas, dio juego para un buen rato de ese debate que nos proporcionaría otro momento mágico, cuando Terelu estuvo a punto de rodar por el suelo por culpa, según ella, del único agujero que debía haber en el plató. Al menos hizo reír a los usuarios de las redes sociales, a todos esos héroes que, como yo misma, había contemplado previamente el reality que ya había marcado una época en TV. Algo es algo.
La mosca