lunes, noviembre 25, 2024
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La soledad del taquillero

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Cojo el metro con dirección al centro, con el sano objetivo de pasear entre la marabunta humana que visita Madrid, que va de compras o simplemente lleva a los tiernos infantes a contemplar el espectáculo navideño de Cortylandia (sospecho que le gusta más a los padres que a los pequeños, pero esa es otra historia).

Tras comprobar la pulsión compradora, comedora y bebedora que se apodera de los humanos en estas fechas-que alcanza el paroxismo-, decido tomarme un 'cafetito' en el bar Ciudad del Tuy, sito en la calle Montera, donde por cierto ponen una paella de escándalo y no solo para turistas.

Como se hace tarde y las luces nocturnas amenazan con traer el frio de Diciembre, voy a pie hacia una calle aledaña a Gran Vía donde se encuentra ubicada una antigua discoteca-anteriormente llamada sala de fiestas o Boite-, donde trabaja Alejandro, un buen amigo mío al que no veo hace tiempo.

Alejandro es una leyenda de la noche madrileña. Comenzó en los años ochenta como portero, cuando la peña iba solo de alcohol y porros, pero decidió dejarlo veinte años después ya que los clientes cada vez eran más agresivos, hecho que coincidió con el auge de la farlopa.

Harto de darse de hostias con el personal, pasar por los juzgados y una mala puñalada que le propinó en un costado un psicópata con cara de no haber roto un plato en su vida, encontró una placida madurez como taquillero en un local de bailes para ancianos, que también tienen derecho a bailar y ligar los jubilatas.

Alejandro reina desde entonces en la taquilla de local, donde todas las tardes se forma una cola de sexagenarios bien vestidos y maduras con abrigos de piel sintética y morros pintados de carmesí. Sigue siendo un tipo grande, con fuertes brazos y torax poderoso a pesar de la edad.

Me recibe con alegría dándome un fuerte abrazo.

-¡Coño Pepe! ¡Cuánto tiempo sin verte! Ya me enterado que ahora eres escritor. Siempre dije que valías mucho, chaval.

Contesto como es habitual en mí, con unas palabras de agradecimiento y una contra pregunta, al más puro estilo gallego.

-¿Y tú? Ya debes estar a punto de la jubilación.

-Bien, bien, sabes que me divorcie y ahora estoy con una chavala joven, sudamericana. Me está alegrando la vida, amigo.

-Y aquí ¿Qué tal estas? Parece un sitio tranquilo…-pregunto a la vez que afirmo.

-Si lo es, tío. Los abuelos son cojonudos macho. No dan un solo problema. Vienen a bailar. Algunos, los más galantes y las más lanzadas, ligan, aunque suelen vivir la relación en secreto porque a los hijos-que son unos egoístas-, no les gusta que papá o mamá anden teniendo una nueva ilusión. Ya ves cómo somos: les crías y ayudas toda la vida, les das todo y cuando uno de sus progenitores se queda solo,  le dicen: ya eres viejo para esas tonterías. Olvídate del sexo o de salir a cenar con un ligue. En casita esperando a morirse, que es tu obligación. Yo tengo un pequeño negocio de pastillitas azules, no veas como les alegro la vida-sonríe con picardía mientras habla-. De verdad que les tengo mucho cariño y ciertamente que te implicas con ellos, pues te cuentan sus problemas: que si mi nuera me ha hecho esto, que si mi hijo no quiere que salga que voy a coger la gripe, vete a buscar al nieto al colegio,  y todas esas cosas. Lo malo es…

Alejandro se emociona y una lagrimilla asoma por sus otrora ojos vigorosos.

-¿Lo malo?-inquiero con ansiedad.

-¡Coño tío! ¡Que cada fin de semana me falta alguno porque se ha muerto! ¡Joder, que es duro ver como aquel viejecillo que venía con su traje y corbata siempre inmaculado, o aquella señora con el pelo a la permanente que todavía se atrevía ponerse medias de rejilla, ya no van a volver! Y ves como el que era su pareja viene mustio, sin ganas de vivir y al poco tiempo también la hinca, macho. Es duro de cojones.

Me despido de Alejandro tras atusarnos bien con unos cuantos chupitos de Jackie Honey y vuelvo a retomar el metro para volver a casa.

Por el camino me doy cuenta de que mi amigo, aquel tipo duro de los ochenta, siente un montón de vacíos en su interior: uno por cada uno de sus clientes que deja este puto mundo.

Debe de encontrase muy solo y eso no es bueno, la verdad.

José Romero

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