lunes, noviembre 25, 2024
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La noche más oscura

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Cuan Hernán Cortes solicitó permiso a Moctezuma para visitar uno de sus grandes templos, este accedió no sin vacilaciones y tras consultar con sus sacerdotes, se lo concedió. En la cima del teocalli, en el mismo centro de la ciudad, el capitán español comentó al padre Olmedo que allí levantaría una cruz. El sacerdote se lo desaconsejo, puesto que la situación de los españoles y sus aliados txaltecas era como mínimo precaria. Cortes se estremeció ante la estatua del gran dios Huitzilopochtli. Todas las paredes estaban salpicadas de sangre y el olor era peor que el de los mataderos de reses de Castilla. Al bajar, pudo contemplar un osario. En él, en estanterías de madera se encontraban ordenados los cráneos de las víctimas que los aztecas sacrificaban en sus rituales. Estimó que eran unos cien mil.

Poco tiempo después, tras el regreso de una expedición contra tropas españolas que pretendian quitarle el mando y arrestarle, se encontró con que sus oficiales habían cometido una fechoría: habían asesinado a nobles desarmados en una fiesta y su capitán Alvarado se encontraba cercado por el ejército y el pueblo azteca que ya había tenido demasiado aguante con aquellos tipos llegados de no se sabe dónde. Prisionero-y después muerto por una piedra lanzada por la multitud-, el emperador Moctezuma, el mando lo tomó su hermano Cuitlahuac. Cortes logró llegar al lugar donde se encontraba Alvarado y reunirse con él. Debían salir de allí, al precio que fuese o serian aniquilados.

El día uno de julio de mil quinientos veinte, Cortes ordenó romper el cerco. Al principio se hizo en silencio, amparándose en la noche. Pero pronto los centinelas se percataron de la huida y dieron la alarma. Se desencadenó el infierno. Desde los teocallis se comenzaron a tocar los terribles tambores de guerra aztecas. Para colmo, una fortísima lluvia cayó desde el cielo, anegando los canales de la ciudad de Tenochtitlan, la que posteriormente sería Ciudad de México, desde los cuales, los guerreros aztecas atacaban a los que intentaban escapar montados en barcas de guerra, en medio de terribles gritos y aullidos. Nadie distinguía a nadie en la oscuridad y las figuras se desdibujaban por el aguacero. De cuando en cuando, un soldado español era agarrado por manos invisibles y hecho prisionero.

Un destino horrible les aguardaba pues sus corazones serian arrancados en vivo con cuchillos de obsidiana. Cuando llegaron al último puente, ya de alborada, este se encontraba hundido en el fango. Los hombres y los caballos se lanzaron al agua en una huida desordenada y dominada por el pánico. Cortes, Alvarado, sus soldados, sus aliados txaltecas-que estaban hasta los huevos de las barbaridades que los aztecas cometían con ellos-, escribieron páginas y páginas de heroísmo poco común. Aquella noche,  Cortés perdió dos tercios de su ejército y sus aliados las cuatro quintas partes en la noche mas oscura para los conquistadores españoles. Era una derrota total.

Aún así, decidieron que debían de llegar a Txacala, para reponer fuerzas, pero Cuitlahuac, no estaba dispuesto a ello. Cuando los españoles llegaron al valle de Otumba, el ocho de julio, se encontraron con un gran ejército que les aguardaba para darles muerte. Se trataba de unos cincuenta mil guerreros a los que Cortés podía oponer quinientos españoles con dieciséis caballos y cuatro mil aliados indios.

Pero esta batalla es otra historia.

Fuera de la consideración moral que la mentalidad del hombre moderno nos impone, el hecho de que unos cuantos soldados desesperados, fueran capaces de salir del corazón mismo del imperio Azteca-el más poderoso de Mesoamérica-, tras haber tomado prisionero al emperador, asesinado a los nobles y enfrentarse a un ejército diez veces superior a ellos, es digno de las mejores gestas de la humanidad. La retirada nocturna bajo la lluvia, atacados por un enemigo invisible e implacable; da fe de la voluntad de acero y la valentía sin límites de aquellos españoles de hace tantos siglos, que demostraron al mundo que lo imposible es posible si es un soldado español el que lo hace.

José Romero

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