Trump ha dicho: “Los periodistas son los seres más deshonestos del Planeta”. Eso es empezar contando las verdades del barquero. Personalmente pienso que ha sido bastante indulgente, ya que nos ha llamado “seres”, lo que nj algunos casos está por demostrar, ya que quizás se trate de entes o incluso objetos. Yo siempre me he visto un poco periodista-objeto, pero eso ya lo hablaré con mi psiquiatra en la terapia de la semana. El caso de interés para el Planeta es que a Trump tampoco le gustan los periodistas. Hace bien, si yo fuera presidente de los EEUU (que de América, el continente, no lo es, por más que se empeñe en decirlo) y multimillonario con tendencia a tocar culos sin permiso, tampoco me gustarían.
Con la llegada de este ser, parece que sobrehumano, a la Casa Blanca, se ha consumado una colosal gamberrada. Para mi que ni él pensaba que iba a llegar tan lejos y ahora le toca el fastidio de gobernar, los expedientes, créditos de gasto, informes de seguridad nacional, el coñazo de los periodistas y toda la hojarasca propia del cargo. Cuando un ser normal llegaba a la Casa Blanca se sentía como si Teresa Viejo le hubiera llevado a aquel “Cámbiame”. De vivir en una casita pasaban a la Casa Blanca. De ir en bussiness pasaban al Air Force One y les llevaban en limusina protegido por tíos mazados.
Todo eso es una coña para el niño rico, como tan bien lo definió el maestro John Carlin en recientes fechas. Una especie de inmaduro adolescente de 70 años. Lo de las limusinas, bailes con pajarita y los tíos mazados y aviones a capricho lo tiene de cuna. Alguno diría que no es mal asunto, que así no le daría por robar, pero da la pinta de que este Donald J. Trump tiene una ambición monetaria desmedida, tal como se ha comportado en sus 70 años de dichosa vida.
El discurso de toma de posesión fue propio de un “red neck” en una taberna (saloon) del Medio Oeste. Más o menos igual de profundo. Pero la verdad es que a la gente le da exactamente igual. De hecho, podría ser de altura intelectual, teniendo en cuenta que los 16 minutos que estuvo largando frente al capitolio exceden con mucho los 140 caracteres con los que se suele comunicar con los seres –y los entes y los objetos– de mundo. Perdón, del Planeta. O sea, tela de letras, mazo de cosas.
Una persona inteligente y que hasta tiene pinta de ser humana me dijo que era un error escribir de Trump. Que la gente está más a Melania, la mujer-objeto –o ser-objeto– del presidente. Un ilustre político español que ha sido altísima autoridad dijo una vez a sus cercanos, pletórico de cachaza, que “a nadie han echado del cargo por no hacer algo o por no hablar”. En eso Melania es una maestra.
Melania se presentó a la toma de posesión de su marido disfrazada de Jackie Kennedy. Bueno, yo creo que mejoraba la versión Kennedy. Toda una coña si tenemos en cuenta que el presidente asesinado en Dallas por tipos que se parecían a Trump era la antítesis política de Trump. Digamos que Melania consumó un fascinante trasvestismo fashionista-político allí delante de millones y millones de seres humanos, y algunos que no lo somos, incluso de los marcianos, que siempre están al acecho. Toma morbazo.
Yo, de toda la toma de posesión me quedo con la escena en la que los presidentes Trump y Obama se van escaleras arriba, y las damas proceden a seguirles. Un inmenso marine sin gota de tripa y traje de gala –qué gorras blancas tan grandes usan– se acercó a Melania para ofrecerle el brazo. Bien hecho, porque los tacones que llevaba eran tan desafiantes a la ley de la gravedad como el tupé de su esposo. Así, travestida de princesa demócrata, el ser Melania avanzó del descomunal brazo del oficial de los marines que, oportunamente, se quitó la gorra para mostrar que también goza de un pelazo envidiable.
Otras damas también requirieron el uso de un brazo de marine para llegar al otro lado del Capitolio, pero había algo de película ya vista en ese marine de gala y ese abrigo azul celeste torneando delicadamente un cuerpo de ser-objeto. Ya les digo que todo esto lo hablaré oportunamente con mi psiquiatra de cabecera.
Y así empezó un mandato que pinta triste, que arranca folck-country frente al suave jazz de los Obama, y que parece que virará en un dolido blues para casi todos. El Papa de Roma ha dicho sobre el asunto que no le gusta “predecir catástrofes”, lo que en el musical acento porteño ya lo dice todo.
El discurso de Trump no necesita traducción, porque lo tengo yo oído con falso acento de Vallecas, y de antes con acento gallego y voz atiplada. Mueran los políticos. Muera la política. El pueblo tomará el poder. Claro, pero falta por detallar un par de cosas: a qué llamamos el pueblo y de qué manera lo tomará. Ese asunto, las democracias contemporáneas lo tienen resuelto y explicitado en leyes y reglamentos. Trump y los otros que proclaman encarnar a la gente –son seres-gente, está claro– dicen que ya se ocupan ellos, sin dar más explicaciones, si acaso 140 caracteres. Ese gallego de voz atiplada daba un sabio consejo: “Usted haga como yo, no se meta en política”. Se llamaba Franco y gobernó con una dictadura 40 años un país llamado España, repleto de seres hasta humanos.
La cosa es graciosa, si no fuera porque nos va a afectar a todos. La miopía política suele acarrear funestas consecuencias. Primero para los millones de seres estadounidenses a los que ya ha dejado desprotegidos al anular el “Obama care”. Las consecuencias se pagarán probablemente en vidas, de civiles y militares, por los absurdos planes en materia de seguridad mundial. Lo pagarán los seres humanos sometidos a un vaivén caprichoso de un ser millonario con gesto de niño testarudo ampliamente pagado de sí mismo.
La balada de Trump suena triste.
Joaquín Vidal