Sostiene Fernando Savater en sus “Misterios gozosos” que “son los pubs ingleses los antros más acogedores del mundo”. Y con cuánto fervor hice mía tal afirmación durante años, todos los que discurrieron hasta que el azar y la intuición y el capricho me llevaron hace escasas semanas a la bendita tierra de Irlanda. La isla Esmeralda, el país sin serpientes, el linaje de la cerveza oscura y de los poetas en permanente arrebato.
Al refugio de los vientos helados y del mar en escaramuza se levantan –irrenunciables, imprescindibles- los cientos de pubs irlandeses. Con sus vigas de madera, con sus barras donde hincar los codos y templar el gaznate, con sus surtidores de oro puro. Tan afables, admirado tocayo, como los ingleses pero ungidos además del don absoluto de la música. En Galway, en Dublín, en cualquier aldea en la que circulen los hombres y ¿pazcan? las ovejas, se encuentra un pub donde se escucha el sonido armonioso de Irlanda. “La iglesia es fría, mas la taberna sana y placentera”, decía Blake: pero en la Isla Esmeralda en ninguna de ellas escasean los feligreses.
A veces ni siquiera hay escenario, y casi nunca se sabe si los músicos son profesionales o siquiera han sido contratados. En la inmediatez del zaguán, o al fondo a la derecha, o en alguna tarima de ocasión, emerge alguien que toca en vivo. Violín, acordeón, guitarra, gaita, a veces en sesiones continuas a cuyas melodías se van agregando otros y otros virtuosos. Música folk, a veces pop o country, baladas que se sumergen en la espuma de una Guinness o de una Harp o de una Smithwick’s. Sabemos entonces de la nostalgia de Athenry desde las rejas de una prisión, de la dulce Molly Malone que pregona su mercancía, del amor más allá de la tumba hacia el venturoso Danny Boy, de la travesía y del naufragio del “Irish Rover” del que sólo pudieron salvarse un perro y un bardo con suerte, del granuja redimido que jura no volver a cantar – “no, nay, never, no more”- la melodía que otra y otra vez repite.
Cuentos, historias, leyendas, en la más literaria de las patrias. La estirpe de Stoker, de Shaw, de Yeats, de Beckett. De Swift, urdidor de sarcasmos. De Wilde, tan cínico y tan epicúreo. De Behan, que hacía legítima su dipsomanía reconociéndose como “bebedor con problemas de escritura”. De Joyce, rociando las calzadas de Dublín con salivazos de Ítaca. Todos en el trance de crear, todos conspiradores de un aire propicio a la imaginación y a la conjetura. “Creo –afirma Yeats- que toda la naturaleza está llena de gente invisible, y que de esta gente algunos son feos y grotescos, otros malos o necios, y muchos más hermosos que nadie que hayamos visto jamás”.
El eco de la historia y de la literatura reverbera en los paisajes de Irlanda. Se rinde culto a los sabios, a los creadores, heraldos de una nación “en cuya bandera – apunta Javier Reverte- no hay feroces águilas ni leones, tan sólo una delicada arpa gaélica”. Una comunidad que -lúcidamente agrega Reverte en su “Canta Irlanda”- nunca ha invadido a nadie y tantas veces ha sido invadida. Todo un síntoma en una tierra fieramente castigada por los acontecimientos, una excepción al adagio que reza que “los pueblos felices no tienen historia”. Irlanda afila su proverbial melancolía en la vecindad sin remedio con Gran Bretaña, en la montaraz hambruna que provocó muerte y diáspora a mediados del XIX, en el Alzamiento de Pascua de 1916 que espoleó el anhelo colectivo de independencia. Al oeste de Dublín se levanta la cárcel de Kilmainham Gaol, que en sus galerías esconde episodios tan graves como la boda de Joseph Plunkett y Grace Gifford horas antes de que aquél fuera llevado al pelotón de fusilamiento: la clemencia de los verdugos les proporcionó diez minutos de soledad en los que por dignidad o por miedo o por pudor permanecieron en elocuente silencio. O el final de James Connolly, que murió atado a una silla porque las terribles heridas sufridas en combate no le permitían mantenerse en pie.
Así canta, así bebe, así llora, así reza, así bebe, así suena, así se conmueve Irlanda. Así nos embriagan su hospitalidad y su lirismo y así como cerró Joyce su obra magna y apagó Molly Bloom su ardiente monólogo interior responderemos si se nos propone regresar: “y sí yo dije sí quiero sí”.
(Dedicado a Myriam. Alive, alive, ohhhh.)
Fernando M. Vara de Rey