Hasta hace no mucho tiempo, cuando le preguntabas a un hijo qué quería ser de mayor, las respuestas más frecuentes eran ser futbolista, para marcar muchos goles; bombero o policía, para ayudar a otras personas en peligro; periodista, para contarle al mundo lo que ocurría en la sociedad; o astronauta, para contemplar de cerca las estrellas y llegar a donde otras personas nunca antes lo habían hecho. Y por las tardes, después de la escuela, los chavales leían libros, se iban a la calle a dar patadas a un balón con los amigos o construían mundos de fantasía en torno a piezas de Lego.
En algún momento de nuestra historia reciente, el eje moral de nuestra sociedad ha cambiado. Hoy, muchos adolescentes a lo que aspiran es a ser concursantes de Gran Hermano y tertulianos de programas donde se venden las entrañas, casi siempre las ajenas; practican el postureo en las redes sociales; o toman como referente a personajes como Reset. Más de diez millones de visitas mensuales tiene este joven en su canal de Youtube. Esta semana sus andanzas saltaban a la prensa de papel, la de toda la vida, no tanto por haber humillado a una persona sino por haberlo grabado y vanagloriarse después de ello en las redes sociales.
Reset, que a sus 19 años de edad obtiene beneficios de más de 3.000 euros mensuales gracias a su canal de Youtube (una cifra al alcance de muy pocos 'emprendedores' como él), se grabó acercándose a un indigente extranjero sentado junto a la entrada de un supermercado. Le entregó un billete de 20 euros y una bolsa que contenía unas galletas rellenas con pasta de dientes. «Se siente bien cuando ayudas a una persona. A lo mejor me habré pasado un poco en la parte de las galletas con pasta dental, pero, mirando el lado positivo, eso le ayudará a limpiarse los dientes, que supongo que no se los lava desde hace un par de días o desde que se volvió pobre», se complace al final del vídeo. Toda una proeza.
Pero ahí no quedó la cosa. El intrépido muchacho, en cuyo currículum también destacan una serie de vídeos titulados “retos asquerosos con un gato” en los que se muestra zarandeando, mordiendo y asustando a sus gatos, no mostró ningún indicio de arrepentimiento mientras las críticas por su actitud le llovían y la Guardia Urbana de Barcelona le denunciaba. Es más, un día después regresó al escenario de los hechos para preguntarle al indigente, que no habla español, si notó algo raro al comerse las galletas, pero en ningún momento se le escuchó pedirle perdón. Como las críticas iban en aumento, al final se arrepintió en otro vídeo y se ofreció a pasar una noche en la calle con la persona que había sido víctima de su humillación. Disfrazar estos hechos de simple “broma” mientras se acumulan miles de “me gusta”, como también le pasó al 'youtuber' del “caraanchoa”, demuestra hasta qué punto la escala de valores de nuestra sociedad ha cambiado sustancialmente en los últimos años.
Vivimos un extraño tiempo en el que la sociedad de la información ha pasado a convertirse en la de la desinformación. Los sociólogos han concedido el nombre de “Millenials” a esta nueva generación de usuarios de internet que ya no entienden su vida sin una buena conexión Wifi, sin pasarse horas mirando la pantalla de sus teléfonos móviles o sin estar conectados a las redes sociales. Son jóvenes bien preparados, que han tenido oportunidad de viajar por el mundo desde pequeños, de estudiar en las mejores universidades y de trabajar en buenas empresas, pero que presentan falta de madurez emocional, excesivo individualismo, demasiada confianza en sí mismos y una autoestima inflada.
La paradoja de las redes sociales estriba en que son un medio muy potente de información y comunicación, pero a la vez son el campo perfecto para la deformación, el abuso, la decadencia de los valores morales y el linchamiento ideológico cobardemente escudado en el anonimato que ofrecen. Y de hecho las noticias sobre las denuncias por acoso, incitación al odio o chistes de dudoso gusto en las redes sociales comienzan a acumularse. Porque, por ejemplo, ¿qué mejor idea que si un torero fallece en la plaza de toros, celebrarlo en las redes sociales y desear la muerte incluso a su viuda? Y lo que nos quedará por ver.
Cada persona es libre de pensar y actuar según sus principios morales. Todos somos libres de escoger nuestros valores y priorizar su importancia de acuerdo a nuestra forma de pensar. Pero el progreso de una sociedad se basa en el cumplimiento de unas reglas morales comúnmente aceptadas, de unos principios objetivos, universales y absolutos. En las sociedades relativistas no existen códigos de conducta. Y cada quien vela solo por sus propios intereses. Y lo que estamos viendo en nuestra sociedad es que el relativismo moral, el todo vale, se ha apoderado de una generación entera.
Cuando el relativismo moral se propaga en nombre de la libertad de expresión, los derechos básicos también se relativizan y es cuando llega el totalitarismo ideológico, decía el Papa Benedicto XVI. Porque no se pueden aceptar todas las conductas, tampoco se puede permitir la deformación moral que supone que un chiquillo se grabe a sí mismo mofándose de otra persona por su aspecto físico o condición social, o dándole un tortazo a otra persona. Ni se puede permitir que la muerte de una persona -como esta semana también sucedió con Bimba Bosé- se convierta en excusa para el insulto, la burla o el odio a través de las redes sociales. Pensemos pues en qué clase de sociedad queremos legar a nuestros hijos. Y tengamos claro que cuando el sentido moral desaparece de una sociedad, toda su estructura se derrumba. Ya lo dijo el escritor Achile Tournier: “Hay que ser buenos no para los demás, sino para estar en paz con nosotros mismos.”
Borja Gutiérrez