domingo, noviembre 24, 2024
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La ira de los guardianes

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Nada tan hermoso como ser defendido del fascismo a hostias. Nuestros más jóvenes guardianes, siempre dispuestos a hacer justicia histórica, calman sus ansias y limpian nuestras calles. Que el coste sea un notable debilitamiento de la seguridad jurídica o del método democrático solo nos preocupa a unos pejigueros, siempre «vacilantistas» ante el fascismo que, ignorantes que somos, gobierna el mundo, apenas salvado por la muchachada embozada y airada.

Unos jóvenes héroes enarbolan la vieja dignidad del barrio para forzar a su club de fútbol a incumplir un contrato. Un exconcejal de IU, otro héroe, en compañía de muchos otros, en una valiente acción da una paliza a una mujer en Murcia.

La respuesta es la que debe ser. Los herederos de la vieja dignidad de barrio obrero y antifascista toleran un comportamiento que, en el barrio de enfrente, hubieran reputado como de intolerables ultras. Una afamada periodista avala, sin dudarlo, que le hayan «partido la cara» a la mujer murciana. 

Todo normal. ¿De qué vengo a quejarme?

Por supuesto, el jugador de fútbol, un tal Zozulya, no reconoce ser fascista. No obstante, la estética y la ética en la que ampara su historia pueden desmentirlo. La muchacha murciana que reconoce haber hecho cosas parecidas, tampoco se reconoce fascista. Así es el moderno extremismo: nadie se identifica en él.

He aquí, en consecuencia, dos hechos notables en nuestras modernas sociedades: la ignorancia histórica y la renuncia democrática.

La banalización de la historia del fascismo europeo es un dato de la realidad. El deterioro de la política y el crecimiento del populismo han devaluado su significado histórico e incluso borrado las barreras lingüísticas. No es raro, por ejemplo, escuchar a un izquierdista de los transversales hablar de «movimiento» o de «Nueva España».

Pertenece al mismo ámbito de la banalización que la iglesia católica española eduque en atrios presididos por símbolos anticonstitucionales, que en este país no se recuerde apenas el holocausto o que se toleren expresiones totalitarias. Hechos que, sin crítica política, tienen el mismo efecto que la facilidad con la que se identifica derecha y fascismo: todo queda legitimado.

Es en ese contexto, donde crece la cultura de Zolzuya disfrazada de patriotismo o de la chica murciana, guardiana de las esencias del nacional catolicismo aunque ignore lo que eso significa.

La renuncia democrática a mantener viva una cultura y ética antifascista, disfrazada no pocas veces de respeto a la libertad de expresión o tolerancia, produce el mismo efecto que el miedo a criticar el populismo: su crecimiento.

La creencia de que el fascismo, lo extremo o lo reaccionario ha sido superado es la gran derrota de la democracia moderna. No; no vivimos en una balneario donde la ira haya sido superada y solo viva en los márgenes.

Lo que permite a Farage, Le Pen o Trump gozar de amplias mayorías sociales es la cultura de venganza que el extremismo político ha puesto en marcha. Disfrazado de nacionalismo, antipolítica o defensas identitarias de todo tipo, de fronteras y muros, un comportamiento político cuyas raíces han olvidado las generaciones más recientes se desarrolla.  

Pero qué afortunados somos: tenemos un puñado de ultras dispuestos a salvarnos, a golpe de hostias y amenazas, del fascismo que nos rodea. Amigos y amigas, puede embozarse el rostro un héroe defensor de las libertades y ejercer la violencia: lo hace por nuestra libertad.

Es un notable éxito que Zozulya no juegue al fútbol: tiembla el fascismo que corroe el mundo y nuestros guardianes celebran, ebrios de gloria y trementina, su éxito. A un servidor, que quieren que les diga, la ira de los guardianes le repugna. El antifascismo era otra cosa.

 

 

 

 

 

 

Juan B. Berga

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