En la siempre elegante y refinada Fundación Gulbelkian de Lisboa, acaba de inaugurarse una magnífica exposición de Almada Negreiros, en la que se reúnen, ni más ni menos que doscientas de sus principales obras. Van desde los primeros cuadros de principios del siglo XX, en los que todavía no se adivinan los atrevidos rasgos de ese vanguardismo tan personalísimo que luego le caracterizaría, hasta los últimos intentos, poco antes de su muerte, por encontrar la solución geométrica que permitiese al menos un precario equilibrio entre anhelo poético y rigor esteticista, superando de una vez por todas los prejuicios paralizantes que durante siglos la proporción áurea impuso en el arte europeo.
Almada fue uno de los introductores del futurismo en aquel país remoto y alejado de todo que fue el Portugal de los años veinte. Ataviado con un mono de mecánico y desde el palco barroco de un teatro lisboeta, lanzó sin miramientos el Ultimátum futurista a la juventud portuguesa, en el que exhortaba a romper de inmediato con todo lo que suponía tradición nacionalista y, sobre todo, con los hasta entonces prohombres de la literatura lusitana.
También fue Almada el que, en aquellos tumultuosos años, recibió en Lisboa a ese plenipotenciario de Marinetti, algo estrafalario y bonachón, que fue Ramón Gómez de la Serna, al iniciar su exilio voluntario y cambiar el torreón de la calle Velázquez por un chalet abierto a todos los vientos del Atlántico en los altos de Estoril.
De aquel encuentro surgió una profunda complicidad que les llevaría a aventurarse por las desconocidas sendas de la creatividad vanguardista, primero en las páginas de Marginalias y luego en las de la revista Contemporánea. Fue por entonces, antes de que Almada Negreiros se instalara en Madrid, desde 1925 a 1932, cuando el gran Ramón escribió aquello de El alma de Almada el impar.
De aquella época madrileña, la exposición ha rescatado algunos de los paneles que adornaron el antiguo cine San Carlos, así como un cuadro para el centenario de la muerte de Goya, junto con muchas portadas e ilustraciones de las revistas madrileñas de entonces. Se exponen también, naturalmente, las obras más conocidas de Almada, como el famoso autorretrato en grupo que durante años adornó el café A Brasileira, o el de Fernando Pessoa redactando la revista Orpheu. Otras obras menores, aunque no menos interesantes, son la sombras chinescas y los carteles experimentales de cine.
El gran Almada merecería mucha mayor fama también en esa ingrata Madrid, que parece haberse olvidado que disfrutó durante tanto tiempo de la presencia de uno de los mayores representantes europeos de las vanguardias. Uno no sabe si la exposición de Lisboa viajará más adelante a la capital de España. Mientras tanto, lo que sí parece necesario es que una placa recuerde a los paseantes madrileños que una parte no desdeñable del alma de Almada el impar pervive para siempre en las calles de Madrid.
Ignacio Vázquez Moliní