En estos tiempos convulsos que nos han tocado en suerte, son muchos los españoles que se han visto obligados a hacer la maleta y buscarse el porvenir en otras tierras. Unos, con mayor suerte o acierto que otros, se han integrado en sociedades más abiertas que la nuestra, donde han sabido aprovechar su esfuerzo, su tesón y su talento.
Muchos de ellos, sin embargo, viven una angustiosa espera bajo esa espada de Damocles que, con plazo más o menos fijo, caerá sobre ellos al hacerse efectivo el abandono del Reino Unido del proyecto europeo. Otros, inmersos en esa incertidumbre peligrosa que va perfilándose en los Estados Unidos tras la llegada del nuevo Presidente a la Casa Blanca, empiezan a vislumbrar amenazas futuras que ponen en riesgo el esfuerzo y sacrificio de tantos años.
Son unos dos millones de españoles los que viven allende nuestras fronteras. Se trata de una auténtica España peregrina que, como la que se exilió tras la guerra civil española, no tiene ninguna representación directa ni en el Congreso de los Diputados ni en el Senado, por mucho que algunos, a trancas y barrancas, consigan ejercer su voto tras superar las numerosas barreras que supone el actual sistema de voto rogado.
La España peregrina fue el título de una hermosa revista de corta vida editada por el exilio español en México a través de la Junta de Cultura Española, presidida por José Bergamín. Fueron apenas nueve números, más otro que ni siquiera llegó a salir de la imprenta, que a lo largo de 1940, reunió las colaboraciones póstumas de Garcia Lorca, César Vallejo y de Machado, junto con textos de una dureza extrema firmados por el propio Bergamín, Larrea, León Felipe o Alfonso Reyes. La revista se enriqueció, además, con unas ilustraciones extraordinarias, entre otros, de Picasso y Miró.
Una de las frases de Machado publicadas en España peregrina, que bien podría aplicarse a las circunstancias actuales, señalaba que «por fortuna, hoy sabemos que nuestros adversarios no son tan fuertes como ellos creen, porque entre todos ellos no hay un átomo de energía moral.» Y añadía también don Antonio, de nuevo con una clarividencia que resulta conmovedora al contemplar lo que hoy nos rodea, que «porque ellos no pueden dudar de su propia vileza, están moralmente vencidos; y lo estarán en todos los sentidos de la palabra cuando refluya la ola de cinismo que hoy invade la vieja Europa.»
Esperemos, pues, que las palabras del poeta encuentren, aunque sea al cabo de tantos años, el eco que merecen y que, por el bien de todos, de los que están fuera y de los que permanecen en España, ese cinismo profundo que se ha impuesto en las conciencias de Europa y de los Estados Unidos sea como una marea, que aunque siniestra y perturbadora, esté condenada al fin a desaparecer de nuestras vidas.
Ignacio Vázquez Moliní