Dentro de poco hará ya cinco años que Antonio Tabucchi murió en su querida Lisboa. Esta semana en Barcelona, en los elegantes salones del palacete que alberga el Instituto Italiano de Cultura, ha tenido lugar un emotivo homenaje para recordar al más portugués de los escritores italianos. Se ha tratado, más que de un acto académico, de un emotivo recuerdo de algunos que tuvimos la suerte de conocer a Tabucchi.
Gracias al empeño personal de esa gran señora de la cultura italiana en Barcelona que es Annabella di Montaperto, auténtica impulsora de este homenaje, y de Roberta Ferrazza, directora del Instituto Italiano, uno ha tenido el privilegio, junto al profesor Francesco Luti, de evocar los recuerdos y las anécdotas que nos legó ese gran fabulador, el contador de historias, que fue Tabucchi.
Francesco Luti, además de ser uno de los mejores conocedores de la obra de Tabucchi, fue durante muchos años no ya su ayudante, sino una especie de amanuense particular que recogía al dictado, en las barras de los cafés, en las mesas de los restaurantes o venciendo el traqueteo de los taxis sobre los adoquines, las frases que, más que dictarle, recitaba un Tabucchi concentrado en un extraño y particularísimo proceso creativo. Tabucchi, que sólo escribía a mano, confiaba en las inexistentes dotes taquigráficas de Luti para anotar lo que iba surgiendo de su viva imaginación.
Desde hacía siglos Portugal, de alguna manera, estaba inscrito en su código genético
Decía Tabucchi, para explicar esa entrega completa hacia Portugal y lo portugués, que sin duda había tenido algún antepasado lusitano. Desde hacía siglos Portugal, de alguna manera, estaba inscrito en su código genético. Luego, con esas increíbles dotes fabuladoras que le caracterizaban, se inventaba historias rocambolescas para justificar el mito fundacional de su portuguesismo, contando que siendo todavía muy joven había encontrado abandonado en un banco de París un ejemplar del Libro del Desasosiego. Para mejor disfrutar de ese hallazgo es por lo que se lanzó al estudio del portugués y, de allí, a toda una vida dedicada a Portugal y sus poetas.
Contaba también Tabucchi cómo desayunaba cada día un café y un cigarrillo en la cocina de su casa lisboeta, viendo por la ventana un limonero cargado de frutos sobre los tejados de la ciudad, con el reflejo deslumbrante del Tajo al fondo. Aseguraba que eran ese café, ese cigarrillo y esas vistas los que le inspiraban las ideas de sus numerosos artículos en los que, ya entonces, denunciaba el rumbo siniestro por el que se adentraba no sólo Italia sino toda la Unión Europea. En estos tiempos cada vez más convulsos, conviene releer con calma y tal vez en clave premonitoria las maravillosas obras y los certeros artículos de Antonio Tabucchi.
Ignacio Vázquez Moliní