Siempre he bromeado acerca de los altos funcionarios de la administración, a los que cariñosamente he llamado “dragones” por oposición analógica, valga la contradicción, a los 'mandarines' de la administración británica. Broma que me ha conseguido alguna furibunda mirada, algún comentario malévolo y alguna explicación de alguien que creía que lo decía con mala intención, lo que no era.
Los he admirado desde que tengo uso de razón política. La Transición española hubiera sido diferente y peor sin ellos. Sin su sabiduría y sus consejos, el Estado sería mucho más débil sin ellos. Letrados del Consejo de Estado, letrados de las Cortes, abogados del Estado, técnicos comerciales del Estado, registradores de la Propiedad, notarios, técnicos de la Administración Civil, diplomáticos, interventores… están en la médula ósea de la arquitectura del Estado. Son su sustento y al tiempo su alma. El Estado sería mucho más débil sin ellos. Y en general están muy mal pagados. Muy mal.
Mientras las mesnadas de administrativos, conserjes y cuerpos subalternos gozan de unas condiciones económicas muy superiores a las que el mercado libre obliga a sus homólogos en la empresa privada, no digamos de condiciones laborales en cuanto a horarios y vacaciones, los altos funcionarios están a años luz de alguien de su preparación y que ejercite su responsabilidad en el mundo de la empresa que en general cobran entre cuatro y treinta veces más. No es lógico. Ni inteligente.
El ejemplo paradigmático puede ser el de un diplomático joven que cuando está destinado en Madrid en el Ministerio de Exteriores cobra la cifra ridícula para sus conocimientos, el esfuerzo que le ha supuesto superar su oposición y la responsabilidad que asume, de 2.400 euros al mes, parecido al de los administrativos que están en su departamento y que se van a las tres a casa mientras él, como sus compañeros, se suele quedar hasta las ocho de la tarde como pronto. Sí, en los ministerios se trabaja por la tarde, sobre todo y principalmente los altos funcionarios. Por no hablar de las absurdamente cutres dietas de desplazamiento cuando viajan por su cargo o destino en el ministerio y que se puede dar la circunstancia, habitual, de que con 60 euros tengan que pagarse dos cenas un almuerzo y un desayuno en París, por ejemplo. Eso les da para el desayuno y medio almuerzo, el otro medio y las dos cenas se las pagan de su bolsillo. Por no decir las intensas y costosas relaciones sociales con todo lo que obliga y conlleva a las que se ven forzados por su cargo y que les suponen un gasto invisible pero real. Es muy injusto.
El número de altos funcionarios es limitado, los cambios necesarios son asumibles y por lo tanto un trato justo incluirá necesariamente un sustancioso aumento de las remuneraciones. No tienen la misma posición ni proyección sobre el Estado que los otros funcionarios y por tanto deberán quedar al margen de una negociación laboral al uso.
Todas las administraciones europeas cuidan y tratan mucho mejor a sus altos funcionarios. Nosotros deberíamos tomar nota y actuar. Con esta situación no es de extrañar que muchos buenísimos elementos de estos cuerpos salgan de la Administración y se instalen en la empresa privada, huyendo de la estrechez a la que se ven condenados.
Creo que solventar este poco digno escenario es una cuestión de Estado y una necesidad de justicia. No podemos ignorar las amenazas de la decadencia del Estado y lo que explico en estas líneas puede no ser lejano ni ajeno a ello. La dirigencia del día a día de nuestra Administración Pública, los coroneles de esa Administración, no pueden ni deben ser así tratados. Esto también es “lo público”. Y muy importante.
Juan Soler