Existen ciertos personajes que, caídos en el injusto olvido de la memoria colectiva, de vez en cuando regresan desde el fondo de la Historia para recordarnos que en esta confusa España que hoy padecemos, afortunadamente, no todo está perdido. Son, además, muy numerosos, aunque ese pesimismo generalizado en el que tan confortablemente nos hemos abandonado intente hacernos creer lo contrario.
No hace falta que nos remontemos demasiado para encontrar ejemplos de esos personajes, sin cuyas aportaciones y decisiones personales nuestra Historia hubiera sido mucho más siniestra, dando la razón, de alguna manera, a todos esos que hacen del griterío permanente y de la confrontación innecesaria sus únicas motivaciones públicas.
Hace unos días, gracias a la amabilidad del procurador Manuel Álvarez, tuve la suerte de disfrutar en vivo del excelente retrato de su bisabuelo Melquíades Álvarez, que pintó Vázquez Díaz. Fue un grato y sorprendente encuentro en su despacho, sobre el fondo de los edificios racionalistas de la Gran Vía, en una perspectiva que seguramente muchas veces disfrutó el propio Melquíades Álvarez hasta el fatídico día de 1936, en el que fue vilmente asesinado cuando se encontraba custodiado por la fuerza pública en la cárcel modelo de Madrid.
Manuel Álvarez no sólo ha recuperado el retrato de su bisabuelo sino que ha conseguido rescatar, entre el batiburrillo de los libreros de lance y de la subastas, una parte muy importante de la biblioteca de don Melquíades. Ha reunido, además, unos excelentes estudios sobre su labor jurídica, como decano del Colegio de Abogados, y prepara la edición de otras muchas obras suyas.
Melquíades Álvarez es quizás el mejor ejemplo de lo que hubiera podido ser una España liberal, basada en la tolerancia y abierta a la modernidad. El Ayuntamiento de Madrid, al cabo de tantos años, ha decidido por fin honrar su memoria dedicándole una calle.
Otro ejemplo de esos personajes imprescindibles a los que se dedicará una calle madrileña, es el del anarquista Melchor Rodríguez, fugaz Alcalde de la Villa y recordado por muchos, aunque nunca por los suficientes, por su actuación como delegado especial de prisiones en el Madrid sitiado de la guerra civil, cuando don Melquíades ya había sido asesinado.
Fueron muchos los españoles que salvaron la vida gracias a la decidida actuación de Melchor Rodríguez frente a las bandas criminales que se enseñorearon, en medio del caos madrileño, de la fuerza bruta. Después de la guerra, se le llamó el Ángel Rojo, por haberse enfrentado a las sacas de las cárceles, los paseos criminales y los infames fusilamientos como los de Paracuellos. Salvo la vida al abuelo de quien esto escribe, y entre otros muchos, a personajes como Sánchez-Mazas, Fernández-Cuesta, al legendario futbolista Zamora e incluso a Bobby Deglané.
Melchor Rodríguez, cuando el coronel Casado huyó del Madrid que acababa de rendir a las tropas de Franco, permaneció al frente del Ayuntamiento hasta hacer el traspaso de todos los haberes a las nuevas autoridades. El Ángel Rojo fue, como él mismo dijera, una persona decente, con esa inmensa y profunda decencia que, en otra ocasión anterior nada fácil, le llevó a asegurar frente a sus propios correligionarios que prefería morir por las ideas que matar por ellas.
Ignacio Vázquez Moliní