Cuando llegaron exhaustos al verde valle de Otumba, se encontraron ante un espectáculo estremecedor. Ante ellos se disponía en perfecto orden de batalla miles de soldados aztecas organizados en 'calpulli' o divisiones. Sus jefes parecían pájaros, ataviados con tocados y ropajes llenos de plumas multicolores de aves exóticas. Los guerreros contrataban con ellos pues utilizaban corazas de algodón blanco prensado-corazas por otra parte bastante eficaces que fueron utilizadas en gran medida por los españoles al ser ligeras y resistentes-. Sobre todos ellos destacan los hombres de las sociedades militares de elite: los guerreros Jaguar y los guerreros Águila, hombres entrenados para la guerra y vestidos con pieles del animal al que representaban o plumas de la noble rapaz.
Hernán Cortes tan solo disponía de unos quinientos hombres y cuatro mil aliados indios. El enemigo rondaba los cincuenta mil efectivos, aunque algunas fuentes los cifran en doscientos mil. Cuitlahuac, el jefe azteca, no estaba dispuesto a dejar con vida a sus enemigos. A quien no matase en la batalla, seria posteriormente ofrendado a los dioses en una hecatombe sangrienta y cruel. Cortes lo sabía y aunque morir en combate era aceptable para aquellos aventureros, ser sacrificado brutalmente no era una opción.
Tan solo un milagro podía salvarles. Los españoles enarbolan su estandarte donde reza la leyenda “amigos, seguid a la cruz” y carga con un puñado de hombres a caballo, frontalmente contra las tropas enemigas que se defienden lanzando pequeñas lanzas con punta de obsidiana lanzadas por los 'atlatl', instrumentos que lanzaban a golpe de brazo, con más velocidad que una flecha y golpes de mazas de madera con afiladas cuchillas de obsidiana en su extremo.
La caballería va dejando un surco en la marea de guerreros como en un campo de trigo, dejando cadáveres por doquier. Cortes pierde su caballo y monta en otro, resultando herido en la cabeza, pero combate en vanguardia. El comandante es el primero ante sus hombres. Podemos imaginar la carga española-de no más de veinte hombres-, como van abriendo camino por delante y los aztecas van cerrándoles el paso por detrás. De repente, los hombres atisban a un grupo de guerreros extraordinariamente vestidos para la ocasión, que se encuentran sobre una pequeña colina, dirigiendo el combate. Se encuentran alrededor como medida de protección, del jefe enemigo sentado en una litera. Hacia él se lanzan en un prodigio digno de las mejores hazañas bélicas de la historia: Cortes, herido carga junto a dos o tres compañeros a golpe de espada y lanza, como un dios de la guerra furiosos e iracundo, hasta alcanzar al jefe enemigo que cae muerto. Cortes le arrebata de sus propias manos sin vida el banderín de oro y lo alza hacia el cielo en señal de victoria. Los aztecas, al ver sus símbolos en manos de aquel hombre, más poderoso que los dioses, huyen despavoridos.
Desde el momento en que el comandante español alzó aquella bandera, el destino del imperio mesoamericano estaba sellado. Méjico estaba perdido para sus guerreros. Era el fin del imperio y de una cultura y el amanecer de una nueva época.
José Romero