Dice la Real Academia que generosidad es obrar con magnanimidad y nobleza de ánimo. Yo creo que la generosidad es uno de los valores fundamentales de la ética laica, imprescindible para que exista la verdadera solidaridad. Quien se siente parte de un grupo y se preocupa porque éste logre sus objetivos y haga el mejor papel posible, debe ser generoso. En los deportes colectivos, todos recordamos alineaciones memorables en las que, más allá de la genialidad de las individuales, la generosidad entre ellos ha creado verdadero equipo, les ha hecho realmente grandes y llevado a éxitos memorables.
Esto, que nos resulta tan evidente aplicado al deporte, es una rara avis en otros ámbitos. En la mayoría de organizaciones colectivas se ha sustituido por una competencia feroz que, no solo deshumaniza, sino que lastra el futuro del proyecto a largo plazo. No pensemos solo en empresas o equipos de trabajo, la competitividad desmedida se impone en asociaciones, organizaciones políticas, sociales, deportivas, entornos educativos…hasta en las comunidades de vecinos.
Cada vez más personas desean el tropiezo del compañero para ocupar su lugar con una ceguera cortoplacista: pertenecemos a una misma colmena y cada fallo de los demás supone un lastre para el futuro de todos, incluido el propio. El sentimiento que nos obliga a estimar un beneficio recibido y a corresponder de alguna manera, es la gratitud. Forma con la generosidad un binomio complementario. Ambas, cualidades infrecuentes.
En lugar de agradecer y corresponder, muchos convierten en el principal enemigo a batir a aquella persona a quien le deben el mayor apoyo. Se cambia con demasiada frecuencia gratitud por adulación. Nuestros líderes prefieren rodearse de quienes les dicen lo que creen que puede agradarles, evitando cualquier crítica o contrariedad, permitiéndoles equivocarse estrepitosamente.
Si buscaran personas agradecidas en vez de dejarse escoltar por aduladores se permitirían ser valientes: tendrían la tranquilidad de que los aplausos de su equipo no son gestos gratuitos sino merecidos y que recibirán de ellos observaciones y críticas constructivas cuando las merezcan porque el objetivo prioritario de una persona agradecida es colaborar en el éxito del proyecto.
Debe costar distinguir la gratitud de la adulación. Además, es más cómodo: para recibir halagos no hace falta pensar mucho, solo dejarse llevar. Y así muchos mediocres hacen largas y brillantes carreras profesionales especializándose en el halago desmedido al jefe de turno, teniendo la habilidad de migrar de objetivo con sorprendente destreza.
Seres así, que perjudican a cualquier colectivo, si alcanzan a desempeñar el liderazgo se convierten en un peligro público: cambian de opinión dependiendo de con quién o en qué momento hablen, incumplen su palabra y sus compromisos, son incapaces de negociar con éxito, enervan, cambian el no por sí… Al fin y al cabo, lo que se les da bien es decir a cada quien lo que quiere escuchar para, después, hacer lo que conviene a su persona.
La generosidad y la gratitud son valores fundamentales de la ética laica, valores imprescindibles para el progreso social que es muy urgente recuperar si estamos preocupados por el futuro de todos.
Victoria Moreno