Ahora que se ha puesto de moda ser un cocinillas-según algunos estudios los hombres que entran en la cocina son más atractivos para las mujeres-, y la rimbombante palabra “Chef” es escuchada y recitada con veneración, y todo aquel que se precie de ser moderno debe saber hacer un Carpaccio a las finas hierbasde bisonte, yo me siento más perdido que un guiri en Valdemingomez.
¿Pero qué cojones está pasando aquí? ¿Cómo es posible que hayamos caído tanto en la idiocia y la estupidez? ¿Cómo es posible que un acto tan primitivo y salvaje como es alimentarse se haya convertido en un arte?
Resulta que ahora llega un tío y te presenta un plato con una tortilla deconstruida, en salsa criogenizada de pétalos de rosa y acompañada con pasas del Kalahari, por el que te cobra una pasta gansa y tu obligación, para quedar bien delante de los demás es alabar la mezcla de sabores, el aroma afrutado, la magnífica presentación y sobre todo no decir la verdad: que te has quedado con más hambre que un cocodrilo en época de sequía.
A mí, comer en presencia de otros me parece una actividad grosera. Contemplar a un ser humano mordiendo, deglutiendo, tragando como un becerro, expresando frases de “¡Ummm! ¡Exquisito!”, mostrando los trozos de comida entre los dientes; me parece un espectáculo repugnante. Por no decir nada de los que se desabrochan el cinturón del pantalón para que no les oprima la tripa. Comer debería ser un acto íntimo y personal, como mucho compartido con la familia más cercana, que por ser de tu sangre te perdona todas las guarrrerias posibles.
Porque mientras media humanidad no tiene un trozo de pan que echarse al coleto, nosotros, los magníficos y sibaritas europeos, discutimos sobre la temperatura a la que debe de tomarse el vino.
Comer es alimentarse y siempre lo ha sido, pero basta ir a una cena de compañeros de trabajo para comprobar que estamos sustituyendo un acto tan básico, por una especie de ceremonia de la ostentación culinaria. Por eso odio los programas televisivos en que individuos e individuas compiten por efectuar el más pintiparado de los platos, lloran como niños cuando ganan o pierden por haber realizado un guiso que nuestras madres realizaban cada día sin más alharacas, por decisión de un jurado de sabiondos circunspectos que deciden si uno merece ser chef o no.
Y así, desgraciadamente, mucha gente sueña con ser premiado con una estrella de un tío gordo, llamado Michelin presentando un filete de añojo a los tres quesos y ramos de azahar con chocolate fundido.
¡Madre mía! ¡Cuánta gilipollez!
José Romero