Puede estremecerse el lector con cierto relato de fondo histórico que narra los sucesos acaecidos tras la victoria del Eje en la II Guerra Mundial. La rendición de los aliados impulsó una cascada de regímenes de inspiración fascista en todo el planeta, bajo la omnipresencia del partido único, que habían de pilotar los mil años de vigencia del III Reich. Las leyes raciales habían reducido la población aniquilando a negros, indios americanos, eslavos. Las pujantes Alemania y Japón se repartían el mundo y protagonizaban su peculiar guerra fría en un recíproco ejercicio de ultranacionalismo. La precaria salud de un Hitler septuagenario enconaba la rivalidad entre ambas, y las propias intrigas por su sucesión hacían presagiar una guerra absoluta.
Afortunadamente tan oscura crónica existe solamente en la literatura del heterodoxo Philip K. Dick, quien encontró en su psicótica imaginación una rendija hacia un racimo de futuros a cual más desolador. Guerras nucleares, estados represivos, drogas alucinógenas como fórmula de evasión. Dick alimentaba sus ficciones con un manto existencialista que nos recuerda el poder de la ciencia ficción como recreación invertebrada del presente. Se trata de un elemento diferencial que a menudo ha llamado la atención de los guionistas: así, si “Sueñan los androides con ovejas eléctricas” sugirió la turbadora atmósfera de “Blade Runner”, “El hombre en el castillo” hereda en veinte capítulos la ucronía en la que Dick representa el mapa posterior a una fingida victoria de los totalitarismos en la II Guerra Mundial.
Novela y serie toman como centro los Estados Unidos de América en el año 1962. Su mapa político alberga dos naciones títere separadas por una zona neutral que se corresponde con las Montañas Rocosas. En la costa occidental se izan los Estados Unidos, pasados por el tamiz del III Reich. Washington fue arrasado por una bomba de neutrones, Times Square exhibe enseñas nazis, una esvástica despoja de estrellas el dibujo de la bandera. La autoridad es ejercida por un obbergrupenführer –sumiso naturalmente al Führer afincado en el gran Berlín de Speer- que no se llama Klaus ni Herbert sino John Smith, y el Día de Acción de Gracias reúne a las familias para festejar la victoria frente a las frágiles democracias. Entretanto en la costa oriental se extienden los Estados Pacíficos de América, un estado títere de un Japón que no padeció Iwo Jima ni Nagasaki.
La novela de Philip K. Dick multiplicaba el juego de anomalías con el brillante recurso de un escritor que alteraba en sus textos ese mundo siniestro y lo trazaba de modo que correspondía con el nuestro. Se trataba de una acción transgresora y perseguida por las fuerzas policiales que desataba una intensa trama de espionaje. La adaptación televisiva recoge estos hechos con la variante de que no se trata de un libro sino de un conjunto de películas que establecen una suerte de universo paralelo en el que los acontecimientos se producen de forma inversa y por tanto coincidente con nuestro relato histórico. Una intriga apasionante que sin embargo resta atractivo al espectador de la serie: las vicisitudes de los tres cariacontecidos espías que buscan denodadamente las películas resultan repetitivas y convencionales y sobre todo nos sustraen del inquietante universo paralelo que propone “El hombre en el castillo”.
Por contra el gran acierto de la serie es el retrato de la vida cotidiana en las dos naciones que dividen Norteamérica. En lo que fue San Francisco, Los Angeles, o Seattle, se imponen las formas orientales en su expresión más cruda. Los Kenpeitai –policía militar del Ejército imperial- imponen brutalmente el orden sin poder contener sin embargo los crímenes organizados de la Yakuza.
Entretanto en la costa este se vive bajo el ideario del Reich. Los niños comienzan la jornada escolar con un juramento de obediencia perpetua, los jóvenes militan en las juventudes hitlerianas. Existen registros genealógicos, enciclopedias que elevan a ciencia los desvaríos del “Mein Kampf”. En una secuencia aparece un funeral que se celebra en una iglesia adornada con simbología nazi y en el que los oficiantes son jerifaltes del Régimen: en su discurso se borra todo elogio al individuo y por virtud se alaba su servicio al colectivo. Los martes llueven cenizas porque se purga a los enfermos, a los débiles, a los deficientes. El propio Obbergrupenführer es conminado a sacrificar a su hijo por una anomalía genética, un acto ineludible so pena de traición a la patria. Un dilema que humaniza unos instantes a los verdugos y multiplica el interés de la serie.
Un escenario distópico pero desde luego no tan lejano al ideal de algunos movimientos de masas que contaminan el espacio geopolítico. No es posible ver “El hombre del castillo” sin un latido de reflexión, sin un prurito de alarma, porque cualquier parecido con la realidad puede no ser pura coincidencia.
Fernando M. Vara de Rey