Parece que somos inmortales, o al menos eso nos creemos. Durante años jugamos con el riesgo y en ocasiones con la muerte, porque somos jóvenes y nada nos puede ocurrir. Nuestro cuerpo es joven, fuerte, capaz de cualquier hazaña física, pero la realidad-que nunca queremos aceptar-, es que se trata de un envoltorio sumamente frágil y se destruye con facilidad.
Con la madurez, uno empieza a valorar la dicotomía riesgo-recompensa ¿Merece la pena asumir este riesgo por tal recompensa? En ocasiones será oportuno jugársela en interés de un ideal o de un bien superior al de la propia existencia como ser vivo. Y esa es una acción que transcenderá y posiblemente no será recompensada jamás.
Pero un día, cuando mejor te encuentras y tu vida transcurre plácidamente, te dan una noticia. Un doctor con cara de circunstancias te comunica que estas enfermo y no es un catarro precisamente. Entonces llegas a casa y miras los ojos de tu mujer, las caritas de tus hijos y la pena te anuda la garganta y te metes en el baño a llorar. Porque tienes que ser fuerte-los chicos no lloran hijo-, para luchar con todas tus fuerzas por arrebatarle al tiempo unos años más, como un veterano ladrón nocturno.
Al principio te preguntas que porque a ti, si no has hecho mal a nadie, al menos queriendo. Resulta injusto-te dices-, tengo mucho que hacer todavía; insistes en que eres joven. Pero da igual. En realidad resulta que no eres especial, que no eres mejor que cualquiera de los miles de millones de seres humanos que viven en la Tierra. Y eso es lo peor: la indiferencia. Lo obvio que resulta que dentro de unos años nadie te recordara.
Al final lo aceptas-tras repasar el libro de tus hechos y arrepentirte tan solo de los que no viviste-, y solo deseas terminar convirtiéndote en una estrella brillante del firmamento, para que tus descendientes piensen que subiste al cielo y te encuentras cerca de la divinidad.
Pero no es cierto. Nada es cierto. No hay más allá. Te ha tocado el seis doble. Y punto.
Dios no juega a los dados ¿o sí?
José Romero