Son muy numerosas las localidades andaluzas en las que se ha conservado la tradición de celebrar esa fiesta de remotísimo origen, pero en cualquier caso de reminiscencias claramente paganas, que son las Cruces de Mayo. En esas celebraciones se festeja la llegada de la primavera, el resurgir de la vida, la fecundidad femenina y, también muy a menudo, la liberación benéfica, casi higiénica, de las tensiones acumuladas a lo largo del año mediante un enfrentamiento provocado, y más o menos abierto, entre las dos facciones, pobre y rica, por decirlo de una manera muy esquemática, en que indefectiblemente se divide cada localidad andaluza.
Una de estas localidades que ha mantenido de manera espectacular esa tradición es la hermosa villa de Almonaster la Real, ejemplo de cómo es posible conservar un núcleo urbano respetuoso con la herencia de los siglos y enclavada, además, en un paraje natural de extraordinaria belleza en el corazón de la Sierra de Huelva.
En la Cruces de Almonaster, la población se divide en dos bandos antagónicos: los que defienden la Cruz del Llano, tal vez más tradicional, y los que pertenecen a la Cruz de la Fuente, quizás más popular.
La primera manifestación de esa rivalidad consiste en la decoración de cada una de las cruces de hierro, levantadas en lugares antagónicos de la villa sobre blancos pedestales. Rivalizan los bandos por ver quién es capaz de colocar más ramos de chubarba, esa extraña planta de acerados pinchos que, durante mucho tiempo tras haberla cortado, conserva el verdor profundo de sus hojas. Luego, demostrar públicamente que, a lo largo de los meses de invierno, se han confeccionado más flores de papel que el bando contrario. Por último, hay que resultar mucho más ingenioso que al componer esos cantos irónicos, cuando no sarcásticos, conocidos como los piques, que consisten en responder con gracia y ritmo las estrofas que alternadamente, unos y otros se dirigen con el ritmo de los fandangos de Almonaster.
Mientras se preparan esas belicosas actividades, que culminan ya de madrugada con el enfrentamiento de los bandos rivales, el pueblo entero sigue compartiendo las calles y plazuelas sobre un fondo de fandangos cuyo ritmo pausado ha sobrevivido desde los lejanos tiempos medievales.
Después de esa catarsis colectiva, una vez liberadas las tensiones acumuladas, comenzarán los ritos ancestrales en los que la mujer es la única protagonista. Las serranas, con el traje tradicional y tocando los panderos, ocupan los espacios públicos. Recibirán la ofrenda de los jóvenes que, armados con hachas, han traído desde los montes cercanos unos pinos recién talados que, a modo de escuderos, montarán guardia rodeando las venerables cruces. Luego, mucho más tarde, se recompondrá la paz perdida, mediante la celebración de ritos áulicos tales como la visita pautada a la cruz contraria o el intercambio de ofrendas. Mucho más adelante, al acabar el mes de mayo, se firmará la paz definitiva mediante la celebración compartida de esa extraordinaria romería que es la de Santa Eulalia, de la que tal vez hablemos en otra ocasión.
Ignacio Vázquez Moliní