Barcelona ya se ha llegado a la saturación. Hay pequeños incidentes. Todo el mundo chirría porque los turistas invaden todo, no ceden el asiento, se mueven en plan colonial (ojo, que los españoles en Lisboa hacemos lo mismo, gritando y gastando lo menos posible).
No se trata de «criminalizar» el turismo, como ha dicho una eximia representante de la hostelería barcelonesa, sino de que no nos quiten la ciudad en plan okupa y de que haya civismo.
La hostelería y los hoteleros siempre rezongaron ante todas las medidas de protección del ambiente. Estuvieron también en contra de la ley antitabaco, en contra de la subida del IVA aunque siguen disfrutando de los impuestos más bajos de Europa, en contra de los derechos de autor en la música y películas que transmiten en salas y habitaciones, y siguen en contra de las ordenanzas del ruido que, encima de pocas, mal hechas y peor vigiladas, son repetidamente vulneradas.
Y estos mismos empresarios dicen encima que hay turismofobia. En cuanto se critica algo del turismo se clama al cielo. Lo que hay es hartura de que todo se haga a favor del turismo olvidando a los habitantes, que muchos turistas se emborrachen (el turismo de botellón es el modelo de muchos pueblos de las costas y de las islas), tiren basura, no respeten normas y avasallen a los vecinos. Incluso Francesc-Marc Alvaro, en La Vanguardia del pasado viernes día doce, sostiene que está poco justificada esa hartura vecinal. A los vecinos, como somos así de raros, nos preocupan el sosiego, la limpieza, que las aceras no tengan charcos y que se pueda andar sin mirar todo el tiempo el suelo.
España optó desde el tremendo Fraga por un turismo depredador que permitió saltarse a la torera las normas urbanísticas (que fueron formalmente puestas en cuarentena, exceptuadas, en las costas), que optaba por la construcción desaforada y fea, por la juerga, el alcohol y el tabaco baratos. Se hizo un turismo de escaso valor añadido, con empleados mal pagados y mucho dinero B. No es casual que aun hoy muchos de los casos de corrupción afecten al turismo y a la construcción. Hasta los costes ambientales los paga el Estado restaurando las playas que han destruido los alcaldes, constructores y especuladores inmobiliarios.
Claro que, para hoteleros, publicitarios y constructores, en general feroces, avaros y de inveterado mal gusto, todas las ciudades son negociables y rentables antes que habitables.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye