En la orilla se enfangan los principios morales, en la orilla se arruinan sin remedio las buenas intenciones, en la orilla se esparce una mugre bermeja que encharca las venas de los depravados y de los ruines. En la orilla las alimañas se menean a coletazos y en la orilla el aire se ofusca de vapores mefíticos.
En la orilla, en el marjal, en la falda húmeda de un horizonte quebrado. En el bíblico destierro al solar telúrico y baldío. En el agua en tinieblas del pantano, en el final infeliz en que se consumen los avaros.
Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica fueron algunos de los reconocimientos que alcanzó “En la orilla”, la abrasadora novela de Rafael Chirbes que permanecerá como testimonio literario de la crisis estructural que aún nos sacude. Chirbes enjaulaba la claudicación moral en su tierra valenciana, horadada por los picotazos de la especulación y el enriquecimiento fulminante. Memorias de la Albufera, la embriaguez de la abundancia disparó el negocio de la construcción y engendró un cruce de intereses espurios, negocios dudosos, y truhanes sin medida.
Semejante desmadre ya había sido tratado por el autor en “Crematorio”, donde puso el foco en los abusos de los políticos y de los empresarios. Sin embargo en la inmediata “En la orilla” Chirbes descendió algunos estratos de la pirámide y detuvo su ojo clínico y su verbo preciso en las vicisitudes de la digamos gente corriente. Como Esteban, el propietario de la carpintería que tras una vida de trabajo es víctima de una estafa y se ve obligado a liquidar el negocio y despedir a sus empleados. Su abismo de desesperación, socavado por la sombra de otras derrotas como el olvido de su amada Leonor o la salud decadente de su padre, sostenía la espina dorsal de una narración extraordinaria.
En esta ocasión el texto de Rafael Chirbes regresa en un inesperado formato teatral en el que los personajes se multiplican gracias al versátil desempeño del reparto. Adolfo Fernández y Ángel Soto han adaptado la novela a un libreto de unos 95’ que acertadamente promueve el Centro Dramático Nacional y que desde luego conserva la fuerza dramática y la pureza literaria del original. Con un montaje sobrio en el que una pieza de madera sirve de pasarela, de arsenal, de taller, de mueble bar, y con el auxilio contenido de algunas imágenes proyectadas, se superponen con agilidad los lugares en que se desarrolla la tragedia.
La tragedia de Esteban, la de sus semejantes, la de todos nosotros. Un Esteban al que encarna César Sarachu con la misma solvencia con la que en las mismas tablas representó “Reykjavik” -de Javier Mayorga- algunos meses atrás. Esteban es un hombre vencido, triturado por su destino y burlado por los otros. Los otros. Francisco, el flemático con aires de intelectual, el enólogo por liviandad, el terrateniente por decreto. Justino, el mercader de miserias, el hortera satisfecho, el iletrado venido a más por no decir a menos. Los dos, el docto y el menestral, unidos en las miasmas del vicio. La bebida a deshora, la cocaína sin freno, las putas en tarifa plana. “Y vosotros –indaga Esteban- ¿qué mordéis? ¿Qué muerden los que muerden?”
Los tres, escopeta en mano en una escena que nos hace evocar la intensidad de “La caza” de Saura. Los tres masticando en cada grano de arroz la píldora de sus traiciones. Los tres en la intimidad trastornada que dispensa la desconfianza. Y el cuarto, el ausente por poderes, el engañabobos Tomás Padrós, enjuagando su botín en algún paraíso fiscal: “el dinero no tiene patria”.
No menos corrosivos son los personajes femeninos que componen el retablo de “En la Orilla”. Leonor es la antigua novia de Esteban, la que en su monólogo espectral le reprocha sus pacatas aspiraciones, la que no dudó en recurrir al aborto para que nadie interfiriera en sus ambiciones. Liliana es la empleada del hogar, la atractiva muchacha latina que encuentra en la soledad un tanto lúbrica de Esteban el filón de su provecho. Un personaje que da una pátina de actualidad a la escena si bien sus extravagantes circunstancias gozan de un desarrollo más profunda en la novela. En este sentido acaso se echa de menos la presencia de Juan, uno de los personajes más llamativos del original: Juan era el hermano menor, un haragán sin más oficio ni beneficio que libar el fruto de la empresa familiar, un embaucador más bien falto de inspiración.
Igual que en la verbena irrespetuosa de los cambalaches, Esteban o mejor Chirbes sentencia la presunción de culpabilidad para todos. Sólo que éstos no están libres de pecado ni tiran la primera piedra: éstos la colocan.
Fernando M. Vara de Rey