En fechas tan entrañables como éstas, en las que el Paseo de Coches del Retiro se transforma una vez más en escaparate de todos los editores en lengua castellana, uno no deja de asombrarse al constatar una vez más ese afán colectivo por encontrar la novedad, descubrir lo más reciente e, incluso, anticipar lo venidero que se observa en casi todas las casetas.
En estos días, llega uno a tener la impresión que ese caos generalizado, aderezado con un bullicio permanente, que ha transformado Madrid en un sabroso anticipo del infierno al que, salvo extrema benevolencia divina, se condenará por los siglos de los siglos a generaciones sucesivas de regidores municipales, no respeta siquiera ese oasis de paz que es el parque del Retiro. También se pregunta uno, no sin cierta pena, qué hará el bueno de Fernando Pessoa perdido entre tanto insulso griterío.
En la Feria del Libro no se respira el imprescindible sosiego que requiere la búsqueda de futuras lecturas. Tal vez impulsados, cuando no manipulados, por unos resortes secretos cuyo funcionamiento sólo conocen los iniciados del mundo editorial, los pocos lectores que sobreviven en esta sociedad en la que casi nadie lee absolutamente nada, en lugar de deambular al azar del ritmo de sus propios pasos se dejan llevar por una especie de dictadura literaria que impone, como única máxima, que sólo es digno de mérito el de las obras más recientes. Lo único que cuenta son las novedades.
Para todo lo demás, mejor conviene esperar. No sea impaciente. Ya encontrará esas obras al cabo de los años, en los anaqueles de los libreros de lance de la cuesta de Moyano o en los improvisados puestos de los mercadillos semanales. Para otras antiguallas, desempolve el catálogo de los clásicos y deje paso libre a los que se dan codazos para obtener la ansiada firma del autor de moda.
Alejado de esas prisas, si a los que visitan la Feria del Libro de Madrid uno tuviera que recomendar algún autor de esos que se han quedado estancados, a la espera de que pasen los años suficientes para escapar del apacible limbo de los libros y saltar a la gloria pacífica de los clásicos, se decantaría por John Kennedy Toole.
Seguramente son muchos los que recuerdan con agrado las disparatadas aventuras de mi tocayo en 'La conjura de los necios'. Ahora quizás disfruten también con su otra única novela, escrita todavía en la adolescencia aunque en realidad sea una obra de extraña madurez, que es 'La Biblia de neón', publicada en España a finales del siglo pasado.
Ignacio Vázquez Moliní