miércoles, octubre 2, 2024
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Entre el clima y la corrupción

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Al Gore – ¿recuerdan al personaje? – es ahora la verdad incómoda e interrogante para Donald Trump, el presidente atípico de América. El líder ecologista de la era Bush se sitúa desde hace años como un genio del marketing, un experto en el movimiento de masas, un mago del mensaje y un profesional de las charlas al que llegaron a pagar más de 200 mil euros por ponencia. Sus ingresos han caminado paralelos al mensaje devastador que maneja, una mina, un argumento parido por un comité internacional, receptor del Nobel de la Paz en 2007, cuyos estudios siguen en tela de juicio por una parte importante de la comunidad científica internacional. 

 Nadie duda a estas alturas del siglo XXI de la existencia de datos objetivos, más allá de la película Al Gore, que avalan el proceso de un cambio climático atribuido, directa o indirectamente, a la actividad humana que altera la composición de la atmósfera. Pero, ¿hasta qué punto es real el catastrofismo que vienen transmitiendo Gore y otros oportunistas/ecologistas en sus charlas millonarias? Un personaje que, en julio de 2005, hace 12 años, avaló la negativa del gobierno Bush a la firma del protocolo de Kioto. Un país, los EEUU, que se sitúa, después de China, como el mayor emisor de gases contaminantes del mundo.

Al Gore ha conseguido, en más de una década, convertir el problema del cambio climático en un gran argumento para el debate internacional. Este tío es un genio. Ya lo era. Aquí en España, la contaminación desprende el hedor fétido de la corrupción política, tan lamentable y tan entretenida. Y allí, al otro lado del charco, Donald Trump ha decidido abandonar el Acuerdo Climático de París porque no está dispuesto a seguir gastando millones de dólares en algo que no le convence, vamos que no es rentable; así de fácil.

Pero, ¿quiénes tiene razón? ¿Es el cambio climático la gran estafa mundial? Es muy probable que el cambio del clima sea un fenómeno tan antiguo como el planeta. Lo que no cabe duda es que el argumento en cuestión mueve miles de millones de dólares al año. Y parece que el asunto es muy rentable para algunos, digan lo que digan.

Miren, para defender la sostenibilidad de andar por casa, la más local, no es necesario recurrir al macrocalentamiento global o a la desaparición progresiva de los glaciares, sino a la contaminación de las ciudades, de la que, de una u otra forma, todos somos culpables, ya que el precio de nuestro bienestar se traduce en un gasto descontrolado de energía. Los modelos urbanos sostenibles, basados en la defensa y en la protección del medio ambiente, con medidas urbanísticas, económicas y sociales destinadas a las políticas de eficiencia energética y a la reducción de la contaminación, deben ser impulsados sobre todo por las administraciones locales. Un argumento muy actual de lo que se viene a denominar la ciudad inteligente y humana.

Por tanto, la respuesta al conflicto climático no debería buscarse tanto en la política de largo recorrido, en el debate de gran calado, sino en las actuaciones de estrecho margen por parte de las gobernanzas municipales, llegando a acuerdos transparentes y a procesos de colaboración con los ciudadanos en la aplicación de medidas medioambientales saludables, que permitan aumentar la calidad de vida en los entornos urbanos. 

Fernando Arnaiz

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