Eran solo dos niños cuando se conocieron aquel verano en el pueblo donde ambas familias pasaban las vacaciones. Elisa tenía 14 años y Luis 15 primaveras. Ella fue al baile de las fiestas patronales acompañada de sus amigas, que en el pueblo había más libertad para llegar tarde. Él, acompañado de sus dos primos de la misma edad. Se miraron durante horas, ella con sus ojos azules como el cielo y él con sus ojos marrones de chaval avispado. Armado de valor, Luis decidió pedirle para bailar y sorprendentemente, ella aceptó. Bailaron juntos una canción de Adamo, romántica y melosa que ella tatareaba entre murmullos, sin necesitar las luces de colores de la pista de baile: “Con tus manos en mi cintura…”
Al día siguiente fueron a la piscina juntos, corretearon juntos con las bicicletas y por la noche bailaron juntos canciones italianas. Y así pasaron los días, y una tarde dieron una vuelta agarrados de la mano entre las miradas y sonrisas picaras de sus amigos.
Y sin quererlo terminaron caminando por un sendero del bosque, hasta que ella, con la excusa del cansancio, decidió sentarse en una piedra desde la que se veía el serpenteante río.
Y así pasaron los días, y una tarde dieron una vuelta agarrados de la mano entre las miradas y sonrisas picaras de sus amigos
Y cuando Luis se sentó al lado de ella y encendió un cigarrillo para hacerse más hombre delante de la muchacha, pero tuvo que tirarlo entre toses y aspavientos, ella rio a carcajadas y sin que el tuviese tiempo a reaccionar, le propinó un beso en los labios, propiciándole un mágico despertar a la vida adulta, al elixir de las bocas unidas.
Y así, durante todo el verano, se besaron a escondidas, restregándose el amor uno contra el otro, hasta que el último día ella le permitió meter la mano dentro de su blusa y del sujetador, siendo la primera vez que notaba el fugaz roce de la piel contra la piel. El éxtasis de la epifanía entre varón y mujer en la punta de los dedos y del pecho femenino.
Y cuando se despidieron aquella tarde, antes de irse con sus padres para Madrid, se dieron un último beso, y soltaron algunas lágrimas. Posteriormente, Luis escribió sentidas cartas de amor -incluyendo algún poema de Bécquer que tocaba aquel año en el colegio-, que al principio tuvieron respuesta pero que poco a poco fueron alargándose en el tiempo como se marchitan los pétalos de las rosas, hasta quedar en el olvido.
Y así fue, como cada uno hizo su vida y aquel verano no fue otra cosa que un recuerdo guardado en algún oscuro rincón de la mente.
Han pasado treinta y cinco años. Luis ha echado tripa cervecera y trabaja en el Carrefour. Aunque nunca lleva los niños al colegio, esta mañana su mujer no se encontraba bien y él se ha hecho cargo. Cuando los deja en el interior del colegio, alguien le pregunta: “¿Perdona tú te llamas Luis?” El hombre se vuelve hacia la voz femenina y contempla a una mujer, ya entradita en carnes y años, pero que conserva unos maravillosos ojos azules. “Soy Elisa, ¿te acuerdas de mí? Aquel verano en el pueblo, éramos tan solo dos niños…”. Luis se acuerda, con tan solo hurgar un momento en la memoria. Charlan un rato y luego se despiden. Ella también lleva a sus hijos a ese colegio. ¡Qué casualidades tiene la vida!
En el almuerzo, ambos comentan el encuentro con sus respectivas parejas. “¡Han pasado tantos años!”, pero esta noche, ninguno puede dormir, soñando con aquel verano de juventud perdida, en que conocieron el amor, siendo tan solo dos niños.
José Romero