Un azar benevolente conduce esta vez mis pasos a la Ciudad de México. En mi memoria un viaje hace lustros de mi aquí a tu allá: cuando su nombre yacía hecho siglas, cuando yo apenas descubría el milagro de la lengua y ni siquiera conocía “Los olvidados”. Mi hermana y otra vez yo nos guiábamos en la geografía de las emociones, en tanto que mi madre acicalaba su infancia. México era una trajinera de Xochimilco, un cirio en la penumbra de Guadalupe, una nube de pirámides truncadas, una ausencia, un par de muchedumbres. Y en el semblante grave de las Tres Culturas hervía el légamo del que desperté: “Cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota, fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.
Saludábamos entonces el comienzo del siglo nuevo y nuestro ímpetu nos impedía advertir que en verdad veníamos a despedirnos del viejo. En México. El siglo de la Revolución y sus canciones de mezcal y de muerte, de la democracia con andamios, de Paz y de Fuentes eso sí con mayúscula. Y el petróleo que embadurna a los ricos y salpica a los pobres, y el cobijo de los republicanos españoles, y el fragor de los primeros Juegos Olímpicos con su eñe hecha sal y picante.
Decíamos adiós al siglo de Nervo y de Rulfo, de Zapata y de Villa, de Infante y de Chavela, de María y de Mario los dos en cinemascope. El siglo de Kahlo y de Rivera, empapando sus lienzos de una época hecha surcos, alboroto, y colores. “Y estar cerquita de ti para morir en tus brazos”.
Presenta en estos días el Museo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México una magnífica exposición que hace confluir pinturas de Pablo Picasso y Diego Rivera. “Conversaciones a través del tiempo” reúne 45 piezas del malagueño y 54 del mexicano que nos descubren un caudal de semejanzas e influencias mutuas.
El vínculo no es providencial ni arbitrario. La historia revela que ambos se conocieron en el París de las vanguardias, en el que convivieron con otros artistas portentosos como Max Jacob, Modigliani, o Cocteau. Una fotografía de la pintura “Farola y guitarra” revela en su reverso la comunión entre Picasso y Rivera: “A mi querido amigo Diego Rivera, en tout d’accord”, manuscribió el español.
Se sabe que Pablo Picasso guardó en su colección una pintura al óleo de Diego Rivera, se tiene constancia de visitas a sus respectivos estudios que cristalizaron en formas de expresión comunes como el cubismo. También ensayaron a la par algunos ingenios técnicos, germen este de su ruptura final. Angelina Beloff, entonces esposa del mexicano, desgranó el incidente que ocasionó la ruptura: “En aquel entonces (1915) Diego pintaba paisajes cubistas e interpretaba los árboles con un procedimiento inventado por él. Un día fue a ver a Picasso y al observar las telas volteadas contra el muro vio un paisaje pintado con el mismo procedimiento. Picasso le dijo que era una pintura de hacía tiempo. Diego, entonces maliciosamente, pasó el dedo sobre la pintura y ésta se le quedó embarrada. Era pintura fresca. Picasso se molestó y así terminó la amistad.”
Felizmente, la muestra que presenta el Museo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México explora las afinidades y las concurrencias. Empezando por la común formación académica, con referencia muy manifiesta a los temas clásicos. Los años cubistas componen el eje de un segundo grupo de obras. La mutua influencia es verdaderamente manifiesta, se dice incluso que los críticos apenas eran capaces de identificar la autoría de algunas de ellas.
Coetánea a su ruptura resulta el abordaje de caminos muy separados. Rivera halla una inagotable fuente de inspiración en el pasado indígena de México y es capaz de adaptar los temas y los estilos más tradicionales a un lenguaje pictórico contemporáneo. Y si Rivera miró a América, Picasso se detuvo en Europa y en concreto en la herencia clásica greco-romana en pos de troneras que le condujeran a una narrativa visual poblada de mitos y de sueños. Sobresaliente resulta la “Suite Vollard” de Picasso, con sus pavores negriblancos y sus grabados de faunos y minotauros.
Picasso. Rivera. Dos genios sin titubeos, dos altivos sin remedio, dos seductores sin rienda. Dos enemigos íntimos que póstuma y dulcemente vuelven a volver. En México. “Que si es delito el quererte que me sentencien a muerte”.
Fernando M. Vara de Rey