La profesión periodística está tocada. Esto no lo duda nadie. Y tocada significa vapuleada, minusvalorada, criticada, amenazada, vamos, en la UCI. Pero el problema es endógeno, es decir, llega desde dentro. Los periodistas nos hemos empeñado y nos esforzamos cada día más en presentar y representar ante el consumidor una imagen fragmentada, débil, floja y, lo peor de todo, de escasísima calidad profesional. La noticia está herida de muerte. Los redactores cumplen un papel limitado, el mínimo exigible, sin contrastar las informaciones, sin estudiar el caso, sin abundar en las fuentes, vomitando titulares impactantes que no se justifican en el contenido.
El maestro Miguel Ángel Bastenier decía en sus maravillosos tweets que “la única manera que tiene el periodista de hacer un mundo mejor es haciendo un periodismo mejor” o que “el mejor periodista es un investigador, pero ni policía, ni juez. Documenta e interpreta el caso, y ahí acaba su función”. Nada de esto se cumple. Los medios de comunicación están llenos de errores gramaticales, de falta de criterio, de meteduras de pata de libro, de afirmaciones insostenibles, de acusaciones gratuitas, de juicios de valor, de dogmas de fe, de sentencias anticipadas, de injurias y calumnias, de rancias presunciones y de investigaciones de medio pelo. Y de ahí la incredulidad y las críticas constantes a la profesión. Oiga, no hable usted de lo que no sabe.
Los nuevos hábitos de consumo de información y la mudanza tecnológica han provocado, entre otras, la descentralización de las noticias y el auge del periodismo ciudadano/social. Esto es, la desaparición del esquema tradicional emisor-receptor. La profesión en España no se ha actualizado, no se ha reciclado y sus consecuencias son palpables: la decadencia, por ejemplo, de los medios escritos (lo leíamos esta semana), que lejos de convertirse en mediadores de una “infoxicación” sin remedio, se han situado en defensores de intereses empresariales como altavoces de protagonistas sin entidad amparados por las redes sociales.
La formación universitaria del periodista debe actualizarse a enseñanzas mucho más prácticas y funcionales, adecuadas al cambio en el consumo de información. Los controles de calidad en los medios, como garantes de la objetividad (si es que existe), se hacen ya imprescindibles. El periodista es un observador de la realidad cuya función se limita a interpretarla y a contarla. Así, sin más. Pero, ¿se preocupa el profesional de observar o solo mira de lado sin ver? ¿Se esfuerza en generar nuevos datos, o solo se limita a copiar y pegar? Las informaciones se han convertido en maquinarias cíclicas y ciclotímicas de texto según sople el viento, de frente o de lado. La guerra por las audiencias o el simple poder de la opinión ha soterrado la esencia misma del periodismo informativo: informar.
No cabe ninguna duda de que el periodista debe esforzarse en la autoformación histórica y cultural. Debe ser un lector voraz para escribir bien, para informar con efectividad y transparencia, dejando a un lado su propia ideología con el objetivo de poner su trabajo al servicio de la sociedad.
Termino con una lección más del maestro Bastenier: “El mal periodismo tiene también cuatro grandes defectos: declaracionitis, hiperpolitización, oficialismo y desconocimiento del mundo exterior”.
Estamos a tiempo.
Fernando Arnaiz