lunes, noviembre 25, 2024
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Afganistán, tumba de imperios

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Que “la historia se repite” es un axioma que tiene en Asia Central, área de gran importancia geoestratégica, su máximo exponente. La invasión de Afganistán por parte de la URSS en 1979 inició un ciclo bélico por el control de la región que fue continuado por EE.UU. y sus aliados en 2001, aunque en medio de un cambio de paradigma internacional condicionado por dos acontecimientos fundamentales, la disolución del bloque soviético y los atentados del 11 de Septiembre, por los que la bipolaridad de la Guerra Fría fue relevada por una hegemonía internacional estadounidense contestada por potencias regionales y, lo que es más característico, fenómenos paraestatales como el denominado “terrorismo internacional”.

Las contiendas de Afganistán e Irak siguen una secuencia con evidentes similitudes: incontestadas invasiones militares con superioridad material, que consiguen de forma aparentemente decisiva sus objetivos estratégicos –el derrocamiento de un régimen hostil y su sustitución por un gobierno prooccidental– y que sin embargo degeneran en conflictos irregulares prolongados. En ambas invasiones –en el caso de Afganistán, basada en una conjunción quirúrgica de fuerzas especiales, poder aéreo y contingentes aliados locales– pareció lograrse el mismo resultado: una victoria militar incuestionable que hacía pensar en un fin inminente del conflicto. Un error de valoración que quizá se explique por el sustrato histórico de enfrentamiento característico de un Afganistán en el que la hostilidad de su pueblo hacia los ocupantes exteriores y las dificultades de estos para dominar el país son unos de sus rasgos seculares.

La invasión de 2001, justificada como la lucha contra un régimen islamista totalitario que actuaba en connivencia con el terrorismo internacional, se explica también como guerra neocolonialista, cuya única intención es la de controlar una región vital para la llegada al mar de los recursos energéticos de Asia Central. La inestabilidad de la región, sin embargo, no solo se circunscribe a Afganistán, ya que China, que ha entrado de lleno en la disputa por los recursos centroasiáticos –cabe tener en cuenta la trascendencia del acuerdo con Rusia al calor de la crisis ucrania–, debe hacer frente al auge del independentismo uigur, etnia túrquica de religión islámica, en Xinjiang o Turquestán Oriental. Por no hablar de los vecinos del sur, Pakistán e Irán.

Esta situación, inequívocamente denominada como el «Nuevo (o Segundo) Gran Juego», tiene paralelismo directo con el «Gran Juego» original, que durante el siglo XIX enfrentó a Gran Bretaña y Rusia en una tensa partida de ajedrez por el control de Asia Central durante la cual ambas potencias manejaron a los poderes locales como peones y protagonizaron conflictos regionales para mantener a raya a su rival al más puro estilo de la Guerra Fría. En el Gran Juego, término acuñado por el agente de inteligencia británico Arthur Conolly y popularizado en su novela Kim por Rudyard Kiplin, denominado «Torneo de las sombras» por los rusos, entrarían en concurso una suerte de personajes fascinantes, exploradores, espías, aventureros –a veces a partes iguales– como Alexander Burnes, que emprendió disfrazado la ruta entre Kabul y Bujará; William Moorcroft, primer occidental en recorrer el Tíbet; Ivan Vitkevitch, que establecerá una red de alianzas prorrusas en Bujará y Kabul; Nikolái Przhevalski, gran explorador de Siberia; o el norteamericano Josiah Harlan, en cuya pintoresca figura se inspirará Kipling para crear su El hombre que pudo ser rey.

La expansión zarista hacia Asia Central comenzó a alimentar la infundada sospecha entre las esferas de poder británicas de que Moscú ambicionaba la India, para lo cual estaba maniobrando diplomáticamente en Afganistán, estado limítrofe desde el cual lanzar una posible invasión. «El que no esté con nosotros, está contra nosotros […]. Hay que asegurarse el control de Afganistán» afirmaba en 1838 John MacNeill, embajador británico en Teherán. En medio de un clima de creciente paranoia rusófoba y acalorados alegatos en favor de una guerra preventiva sin casus belli justificado por mor de la defensa nacional (la creación de un estado tapón) basados en informes burdamente manipulados (todo lo cual nos suena muy reciente), 20 000 soldados de la Compañía de las Indias Orientales (porque la privatización de la guerra tampoco es nada nuevo) cruzaban los pasos del Jáiber y del Bolán. Daba comienzo la Primera Guerra Anglo-Afgana (1839-1842).

Como magistralmente cuenta William Dalrymple en El retorno de un rey. La aventura británica en Afganistán 1839-1842 (Desperta Ferro Ediciones, 2017), tras una fácil conquista y la sustitución de Dost Mohamad, el supuestamente prorruso emir de Kabul, por el gobierno títere probritánico de Shah Shujah, una mezcla de falta de previsión, imprudencia, soberbia imperialista, intereses particulares y grandes dosis de estulticia tornarían el primer encuentro de Occidente con la sociedad afgana desde Alejandro Magno en un desastre sin precedentes para las armas británicas y en la mayor humillación colonial de época victoriana, con un ejército (y su séquito de civiles, siervientes y familiares) obligado a emprender la retirada en lo más crudo del invierno para posteriormente ser acosado hasta la total aniquilación. Entre los helados pasos de montaña repletos de cadáveres resonaba la premonitoria advertencia que un líder local hacía a Alexander Burnes al inicio de la campaña: «Habéis traído vuestro ejército a Afganistán», le dijo, «pero, ¿cómo pretendéis sacarlo de aquí?».

Harían falta otras dos guerras anglo-afganas (1878-1880 y 1919) para que Gran Bretaña comprendiera al fin una dura lección, que Afganistán es ingobernable y que mantener una fuerza militar sobre el terreno en un país tan pobre constituye un esfuerzo tan ruinoso como fútil. Parece mentira que décadas después soviéticos y norteamericanos decidieran ignorar la Historia para acabar abocados a cometer los mismos errores, con idénticos resultados. «El mes pasado», contaba un anciano pastún a William Dalrymple en una de las visitas realizadas por el autor al país para documentar El retorno de un rey, «unos oficiales estadounidenses nos convocaron a una reunión en un hotel de Jalalabad. Uno de ellos me preguntó: '¿Por qué nos odiáis?'. Yo le respondí: 'Porque derribáis nuestras puertas, entráis en nuestras casas, tiráis a nuestras mujeres de los cabellos y pateáis a nuestros hijos. No podemos aceptarlo  Vamos a defendernos, vamos a romperos los dientes y, entonces, os iréis de aquí, como hicieron los británicos antes que vosotros. Es solo cuestión de tiempo». «Los americanos tienen los días contados», dijo otro anciano. «Después vendrá China».

Posicionamiento geoestratégico, ansias colonialistas, obtención de recursos y apertura de nuevos mercados a toda costa son quizás los descarnados elementos que mejor definen el Gran Juego, tanto en el siglo XIX como hoy día, aunque si me permiten la frivolidad, la versión decimonónica cuenta con un atractivo disfraz de exotismo, exploración de lo desconocido y aventura al más puro estilo victoriano del que desgraciadamente carece el actual.

Desperta Ferro

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