Como si se tratara de un movimiento pendular, las antiguas plagas de bíblico recuerdo regresan una y otra vez, quién sabe si para recordar lo efímero de todas las civilizaciones, incluida la nuestra. Cierto es que ya no llueven sapos, o al menos no con la frecuencia de antaño, ni tampoco se exterminan en una noche cruel a los primogénitos de las familias que no hubieran marcado con la sangre del cordero pascual los dinteles de sus moradas.
En nuestros atribulados días seguimos cayendo, sin embargo, en esa angustia periódica que nos provoca la llegada de las grandes epidemias, no por anunciadas y previsibles menos tormentosas y mortíferas.
Unas veces son los virus mutantes de la gripe, aliados en su cruel ataque contra el género humano con ciertas cepas de origen porcino, los que aparecen para hacer saltar todas las alarmas sanitarias. Otras son las bacterias del carbunco, ya sean de origen natural o manipuladas por tal o cual grupúsculo terrorista, las que se expanden con rapidez inusitada entre las aterrorizadas muchedumbres indefensas de las superpobladas urbes contemporáneas.
Las plagas también se ceban contra las plantas y animales que aseguran nuestro sustento y configuran el paisaje en el que hemos crecido. Una vez son las desvalidas palmeras las que fenecen irremediablemente ante el ataque de ese voraz insecto del Nilo, conocido como el picudo rojo. Otra, son los pobres olmos centenarios, a cuya sombra se reunían los concejos abiertos de Castilla, los que perecen por el ataque de un hongo crudelísimo.
De la misma manera, las encinas extremeñas y andaluzas van consumiéndose por el ataque de un virus que, a falta de mejor nombre, llamamos la seca. Otra plaga liquidó hace años los naranjos del Levante, con el ataque todavía presente de esa enfermedad que los agricultores llamaban tristeza, repitiendo de alguna manera la maldición antigua de la filoxera que liquidó los viñedos de toda Europa.
Antes murieron los conejos, diezmados por la mixomatosis. También las pobres vacas han sufrido sus plagas particualres, igual que los cerdos esa peste que llamamos porcina. Hoy son los olivos los que ven llegar una nueva amenaza ante la que no existe remedio alguno. La plaga avanza inexorablemente desde Italia para acabar con todos los olivares mediterráneos. Si no se encuentra un rápido antídoto, los olivos sufrirán una devastación de tales dimensiones que quizás en breve tiempo el aceite de oliva sea un producto exótico.
Al mismo tiempo, las laboriosas abejas, sin las cuales la polinización no existiría, sucumben, a un ritmo alarmante, por un envenenamiento del que sabemos con toda certeza que es consecuencia directa de la actividad humana. Si no se actúa de una vez por todas, estas amenazas, hoy por hoy más reales que otras igualmente apocalípticas que, como la espada que pendía sobre Damocles, amenazan nuestro futuro, pueden dejar en nada el recuerdo de antiguas epidemias, que como las pestes medievales o la gripe española, está agazapado en nuestro imaginario colectivo.
Ignacio Vázquez Moliní