Con brío de alquimista se apresta algún crítico animoso a disociar los ingredientes que componen la entraña del fado. Es la busca y captura de su herencia renacentista, de su cadencia árabe, de su cuño caboverdiano, de su impronta brasileña. Valga tal afán como esfuerzo académico y como desafío categórico si bien la conclusión inapelable acabará siendo que el fado es un todo, un ejercicio musical tan delicado en su expresión como sólido en la propiedad de trascender sus influencias.
El fado, con la maciza excepción del fado de Coimbra y su aporte de solemnidad y deje masculino, se sostiene en el amor incondicionado a una ciudad. A la ciudad de Lisboa, como una réplica transatlántica del lazo entre Buenos Aires y el tango. Dos urbes bañadas por la algarabía y la mescolanza del puerto, la añoranza salada del mar que lleva y que trae, la yuxtaposición de dialectos que encuentran en la música himno y armonía.
No obstante frente al frenesí que acompaña al tango –la traición, la reyerta, el desvarío- y su propia inmersión en el por otra parte fértil lodazal del barrio bajo, el fado nace de un espíritu y de un verbo harto más apacible: “Se é pois um pecado- ter amor ao fado- que Deus me perdoe.” De tal serenidad nace la oportunidad de adaptar los versos de poetas mayores como Sa Carneiro o Pessoa, afinados por la venturosa combinación de la voz, la viola, y la guitarra portuguesa.
Siempre leal a su origen urbano el fado se escucha con más fervor que nunca en las adeigas, tabernas lisboetas en las que el bacalhau y el vinho verde se aliñan con los tañidos y las estrofas de los intérpretes. Música, velas, saudade: a cobijo de las cuestas arriba y abajo de la Alfama, entre las paredes polícromas de la Mouraría, al término de los pasos empedrados del Bairro Alto. El fado, de nuevo como el tango, seduce a las clases más pudientes y se redime –“luna en los charcos”- de su raíz humilde sin renegar nunca jamás de ella.
Sin embargo su fama en ascenso le llevó de las tabernas a los teatros y de los teatros a los cines y de los cines a los escenarios de medio mundo. El mismo que se fue rindiendo con las notas melancólicas y los pies desnudos de Amália Rodrigues y que hoy aclama las melodías de Mariza, de Ana Moura, de Katia Guerreiro, de Carlos de Carmo, de Camané.
¿Y España? Pues ya se sabe, convaleciente en gran medida de la tortícolis que tanto desconocimiento mutuo ha provocado en los inseparables vecinos ibéricos. Pese a las contigüidades históricas y musicales con algunas de nuestras partituras, se trata de un género poco escuchado y poco valorado en nuestro país. “Es que es muy triste”, alegan algunos en el vicio machadiano de despreciar lo que se ignora. Porque la lírica es por naturaleza una expresión de melancolía. Porque la copla y el flamenco también contienen acordes afligidos y nadie discute su grandiosidad. Porque los ritmos alegres, las palmas, los estribillos corales, forman parte también de la tradición fadista.
Afortunadamente existen refugios en España para quienes nos reconocemos devotos de la belleza del fado. Entre no tantos el Festival que cada junio se celebra en Madrid y que reúne en cada una de sus tres actuaciones a un público ufano de saberse minoría. En su octava edición el protagonista del tercero de los conciertos fue Camané, tan infinito y tan presente como reza el título del más reciente de sus cd’s. Vestido de negro a juego con los dos músicos que le acompañan, con un fondo también oscuro y apenas interrumpido por algunos haces de luz. No hay teatralidad, no hay escenografía, el fado va del alma hasta el alma y no son bien recibidas las interrupciones. La única aceptada esta noche es un singular “El día que me quieras” que resuelve Camané con un español a trompicones y un pellizco de bossanova.
Pero prima y revolotea y conmueve el fado, en hora y media que sabe a escalofrío y a instante: “Sei de um rio”, “Saudades trago comigo”, “Quadras”, “A minha rua”, un viento del Atlántico que apaga una sed y encienda muchas otras. Y como no “Fado da sina” que tan célebre hiciera Herminia da Silva y que nos habla de “Nas linhas traçadas na palma da mão”: el fado, el “fatum”, el destino.
¡Ha fadista!
Fernando M. Vara de Rey