Hablaba uno el otro día, en este mismo espacio, de las numerosas agresiones contra el medio ambiente que, como nuevas plagas bíblicas, se repiten cada vez con más frecuencia. Aunque el eco de estas columnas no sea todo lo estruendoso que uno quisiera, sí es cierto que algunos lectores suelen reaccionar a las mismas, a veces incluso no del todo amargamente.
En aquella ocasión, unos recordaron, con todo acierto, tal o cual desgracia que este humilde cronista no había mencionado explícitamente. Otros señalaron casos concretos que bien podrían servir de ejemplo para atajar esas y otras amenazas, tal y como indicaba mi tocayo Ignacio Oyarzabal al recordar cómo otro buen amigo común, don Emilio Martín, había conseguido salvar del voraz apetito del picudo rojo, tras innumerables esfuerzos y no poco ingenio, la esbelta y solitaria palmera que preside la entrada de su jardín.
Don Emilio ha conseguido, ni más ni menos, que en una zona de la costa portuguesa su palmera sea la única que ha sobrevivido al ataque brutal de la terrible plaga llegada de Egipto. Aunque sea una auténtica lástima recordar que hasta hace no pocos años el paisaje de esa encantadora parte del país vecino se caracterizaba por el airoso perfil de las numerosas palmeras que adornaban los jardines de las recoletas quintas, nos reconforta constatar que al menos una ha sobrevivido para demostrar que no todas las palmeras estaban irremediablemente condenadas.
Hay gestos humildes que ante el tamaño de las desgracias pueden parecernos nimios, sin alcance alguno, pero que en realidad representan de alguna manera el pistoletazo de salida para que se inicie ese cambio inevitable que entre todos, si no optamos por la extinción masiva, algún día tendremos que afrontar.
Tal es el ejemplo de la palmera de don Emilio, al que algún día, aprovechando su proverbial hospitalidad, quién sabe si en ese beatífico estado característico de las perezosas sobremesas tras una excelente paella, un magnífico pescado o un revuelto de esas insospechadas setas que sólo él reconoce en la espesura de los bosques, habrá que sonsacarle el secreto del método que ha descubierto. Luego, por supuesto, y sin esperar a su autorización, lo compartiríamos con todos para intentar conseguir, tal vez más temprano que tarde, las airosas palmeras vuelvan a diseñar el perfil no sólo de la costa portuguesa sino también de la española y de la de los demás países mediterráneos.
Ignacio Vázquez Moliní