A pesar de que uno sepa que en este país nuestro se lee poco y mal, se atreve a pensar que en diferentes etapas de la vida uno de los pocos libros que deberían ser de obligatoria relectura para todos los españoles es ese extraño diálogo, 'La velada en Benicarló', que escribiera en 1937 don Manuel Azaña, a la sazón casi prisionero en una Barcelona delirante cuyas autoridades, como ocurre de nuevo en estos mismos días, se encontraban al borde, cuando no inmersas por completo, en la insurrección frente al poder legítimo elegido por todos los españoles.
'La velada en Benicarló' es una rara avis dentro del conjunto de la obra de Azaña. De hecho, fue el mismo Presidente de la República quien indicara que no debería de ninguna manera incluirse en los tomos de sus Memorias políticas y de guerra, sino presentarse de manera independiente y autónoma a los futuros lectores, quienes no tendrían mayor problema para descubrir las personalidades arquetípicas que representan cada uno de los personajes reunidos en el Parador de Benicarló, donde intercambian confidencias, observaciones, medias verdades y muchas sombras de arrepentimiento a lo largo de toda una noche cuya alborada traerá la muerte de los contertulios bajo los escombros del Parador destruido por las bombas enemigas'.
Las lecturas repetidas y espaciadas del texto de Azaña permiten descubrir nuevas perspectivas que ilustran no sólo los motivos de lo que ocurría en aquellos aciagos días de la guerra civil sino, sobre todo, de lo que se ha ido repitiendo inexorablemente desde entonces, no ya recurriendo a los cañonazos y a las bombas, como imponiendo ese exterminio intelectual de todo el que piense de distinta forma, que es su ostracismo ignominioso y definitivo.
Uno de los personajes describe su angustia cuando escuchó la noticia del bombardeo del Museo del Prado, cuyos cuadros pudieron salvarse in extremis, para luego ser evacuados hacia Ginebra, precisamente siguiendo la misma carretera donde se encuentra el Parador de Benicarló. Un poco más al norte, todavía existe el chalet donde Azaña comenzó a redactar esta obra, bombardeado una tarde desde el Canarias, tras recibir el soplo de que allí se encontraba el Presidente de la República.
Otro de los personajes, alter ego del propio Azaña, asegura que ni la Monarquía ni la República valen juntas la destrucción de uno solo de los cuadros de Velázquez, dando lugar a una discusión sobre si sería más adecuada una España intacta bajo el terror de cualquiera de los bandos o quizás otra, arrasada hasta las raíces, destruidas todas sus catedrales y museos, donde reinase la paz definitiva de los camposantos.
Azaña también pone el dedo en la llaga al preguntarse el porqué de no implicarse las autoridades de la Generalidad Catalana en el esfuerzo de guerra colectivo, dejando ver que, de alguna manera, las tropas sublevadas se han detenido a las puertas de Lérida sin llevar cabo el fácil asalto que todos esperaban. De la misma manera, reconoce que en aquella España era impensable establecer esa República aséptica, de gentes finas y elegantes, de Academia de Ciencias Morales y Políticas, que hubiera necesitado siglos antes de conseguir modernizar ese país desangrado por la guerra fratricida.
Ignacio Vázquez Moliní