Los colores deslavados, las sombras y las luces apenas insinuadas, la cotidianidad de los objetos junto con los planos convencionales, hacen que cada uno de sus cuadros, de alguna manera, sea una reivindicación de esa calma y de ese sosiego que hoy se nos aparecen no ya como necesarios sino como imprescindibles.
Morandi es sin duda un pintor especial. Su obra serviría de terapia para calmar los nervios y hacer que el que la contemple pueda apearse, al menos por unos instantes, de ese vehículo enloquecido que es la vida actual, en el que parece que todos nos dirigiésemos hacia un destino desconocido a la vez que inquietante.
Morandi también es, quizás, uno de los pintores más característicamente italianos del siglo XX, cuya obra no habría sido posible sin el influjo de Bolonia, del futurismo algo enloquecido de tantos compatriotas suyos, especialmente de Chirico, y de la propia situación política y social de los primeros años del fascismo. De hecho, al igual que ocurre en España, siguen siendo muchas las voces que no dudan en incluir a Morandi en ese vasto catálogo de artistas de todo género cuya obra, al igual que su pensamiento político, debe ser igualmente satanizada.
Al contemplar un cuadro de Morandi, la pregunta que sin embargo uno cree que deberíamos hacernos no es tanto sobre las razones que le llevaron desde tan temprano a pintar humildes bodegones formados por objetos cotidianos y baladíes, en lugar de adentrarse, como tantos otros, por el camino de la grandilocuencia y el exhibicionismo propios de la época fascista, como sobre el origen de esa calma profunda que opone una y otra vez frente a la violencia social generalizada.
No olvidemos que el bodegón es una hermosa palabra, con unas connotaciones muy concretas, que el castellano ha mantenido frente a otras lenguas que apuestan, a la hora de hablar de este tipo de composiciones pictóricas, por resaltar la esencia efímera de los elementos que las componen. Así, en francés o italiano hablamos de naturaleza muerta, mientras que en inglés se utiliza un concepto como el de still-live, en el que se acentúa el aspecto perecedero de todas las cosas. Por eso, quizás el mérito principal de Morandi, y de ahí la paz y serenidad que la contemplación de sus obras nos transmite, sea el haber despojado para siempre a los bodegones de esa connotación algo macabra y exhibicionista que hasta entonces conllevaban.
Ignacio Vázquez Moliní