El chino de mi calle no es particular. Cuando llueve se moja, como los demás.
El chino de mi calle regenta un local muy pequeño, tanto que es muy difícil moverse entre tanta mercancía. Además, no cuenta con aire refrigerado, con el resultado absurdo de que con el calor hay alimentos que cuando los compras están derretidos, pero no importa, porque el chino de mi barrio está siempre abierto y sirve tanto para un roto como para un descosido.
Como mi calle no es tal, sino una hermosa y florida plaza; en ella se reúnen personas del suelo patrio y procedentes de ultramar, que no se si trabajan o no, pero están desde la mañana a la noche bebiéndose unas cervezas al aire libre. Como da exactamente igual que pongan música o griten o se rían a carcajada limpia, sea la hora que sea, los vecinos están cansados, y claro está, le echan la culpa al chino de mi calle, por venderles a cualquier hora el alcohol necesario para sus juergas callejeras.
Pero al chino de mi calle, cuando se lo recriminan, solo sonríe y dice esbozando graciosos gestos, que no entiende el español.
Interesado en cómo es posible que funcione un negocio así, una tarde me apuesto frente al establecimiento y aguardo. Poco a poco, los impenitentes borrachos se acercan a comprar sus litros de cerveza. Mi sorpresa es mayúscula cuando compruebo que muchos no abonan, sino que ordenan:
-Apuntalo en mi cuenta.
Asombrado, decido investigar los secretos del negocio, porque parece poco formal en términos económicos, prestar a personas con muy dudosa solvencia. Claro está que también puede ocurrir que el chino de mi calle sea una persona de buen corazón, un moderno santo que da de beber al sediento-cerveza claro está-, motivado por las aganas de beneficiar a la humanidad. En ese caso, toda mi estructura mental se derrumbaría sin remedio, acostumbrado a considerar a los asiáticos como comerciantes sin parangón.
Entonces entra un sudamericano, con aspecto de haberse bebido las reservas de cebada por un año y pide un litro más. El chino de mi calle le lanza una mirada amenazadora, que el otro entiende rápidamente, así que saca un teléfono móvil y se lo entrega. A cambio, recibe su botella, del siempre sonriente compatriota de Mao.
Cuando sale, le preguntó:
-Perdone señor, ¿por qué le ha dado el teléfono al de la tienda?
-No se lo di, guey-me responde-, lo dejo de garantía. Ese me sirve para diez litros. Y si no pago, pues nada, se lo queda.
Ahora entiendo todo ¡Cojones! ¡Eso es llevar un negocio!
El chino de mi barrio no es particular. Cuando llueve se moja, como los demás.
José Romero