Mientras uno disfruta un par de estupendas galletas María, no quiere recordar que hemos asistido a un final de verano inédito y sorprendente, en el que a la angustia por el drama irracional de la barbarie terrorista se le añade la estupefacción generalizada al ver cómo reaccionan y actúan, torpe y lamentablemente, unos y otros. Por si toda esa pesadilla no bastase, añaden además el espectáculo de unos debates en el Congreso de los Diputados en el que ya no se sabe si intentan dilucidar las responsabilidades políticas del Gobierno por determinados casos de corrupción, si analizan su parsimonia y quietismo frente a la deriva insensata hacia un enfrentamiento civil, o si tratan de achacar a cualquier otro las ineptitudes que a día tras día van haciéndose públicas y que dejan desconcertados a los ciudadanos que, al menos en asuntos de terrorismo, se creían en buenas manos.
Volteriano al fin y un poco como Cándido, uno prefiere pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles. A pesar de la que está cayendo, y precisamente porque tal vez lo que se merezcan todos esos personajes sea una buena galleta, no puede renunciar a esas humildes galletas María, inventadas ni más ni menos que en 1874 por la afamada pastelería Peek Freans de Londres, como delicado homenaje a la gran duquesa María Alexsandrovna de Rusia, con motivo de su matrimonio con Alfred, el entonces duque de Edimburgo.
Las que desde entonces se conocieron como Marie Biscuit vivieron muchos años de esplendor. Acompañaron meriendas reales y tés elegantes en los salones del Ritz y del Savoy. Llegaron incluso a ser omnipresentes en las mañanas y tardes de los palacios vaticanos. Su expansión fue casi universal, respetando siempre, eso sí, su forma redonda, así como la greca que adorna sus bordes y el nombre, en sus distintas versiones lingüísticas, grabado en el centro.
En España las galletas María también fueron elegantes, propias de Viena Capellanes y de las pastelerías Mallorca, hasta que una curiosa evolución las popularizaría hasta niveles insospechados, de tal manera que no hubo despensa, por humilde que fuera, que no albergase su lata de galletas María. El hambre de la posguerra española se mitigó, aunque poco, gracias a esas galletas que desde Aguilar de Campoo producía en gran escala los Fontaneda, seguidos pronto por otros, como los Artiach, en su afamada factoría de Bilbao, o los hermanos Cuétara, indianos de éxito, en su fábrica de Reinosa.
Disfrutemos de momento y hasta que lleguen días todavía más difíciles, de esas galletas María que antaño se definían como finas e irrepetibles, y que hoy siguen gustándonos tanto o incluso más que entonces.
Ignacio Vázquez Moliní