lunes, noviembre 25, 2024
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“No he pasado más vergüenza democrática en mi vida” dijo la vicepresidenta tras lo sucedido en el Parlament el 6 de septiembre. Con las ocasiones que ha tenido, pensé, el aserto enfatiza la gravedad de lo ocurrido.

Lo que está pasando en Cataluña es deplorable y muy preocupante pero no sorprendente, la cuenta gruesa de un rosario interminable que venimos mascullando desde hace ya lo suyo, en un vaivén extraño entre la inquietud y el hartazgo.

Hartazgo del narcisismo identitario y el victimismo artero, del tópico manido y el interés disimulado. Inquietud en medio de la confusión. Por ejemplo, cuando se dice que es el primer problema de este país malherido por una crisis de consecuencias endémicas, cuando lo procesal y lo adjetivo borran lo sustantivo, cuando las ilusiones boicotean las evidencias.

Me pregunto si algo tendrán que ver con todo esto las rasadas competenciales de Aznar para cerrar el sistema autonómico, la megalomanía de Maragall y la adánica levedad de Zapatero, el oportunismo tensionante del PP y la parsimonia de Rajoy; cuánto las viejas actitudes rancias tan despectivas como despreciables, cómo la huida del fango y la vergüenza de la corrupción hasta desbocarse.

Los nacionalismos ya no son lo que alguna vez acaso fueron. El mundo y sus desafíos, los de todos y cada uno, avanzan en otra dirección. Ahora los impulsos nacionalistas emergen como garantía falaz frente a las inseguridades acuciantes e inevitables de los ciudadanos, pero son movimientos que ya no afirman sociedades sino que las inflaman, no construyen estados modernos y democráticos sino que los centrifugan y debilitan lo que queda de ellos.

¿Derecho a decidir? Claro que sí, según el qué y el cómo, porque Cataluña no es –solo- de los catalanes, ni siquiera de la mayoría de los catalanes. ¿Seducir a Cataluña? Quién, con qué, por qué. Decía Gadamer, y lo refiere Bauman, que el entendimiento es un proceso de “fusión de horizontes”. Seducir es otra cosa.

Ocasionalmente, este tramo precipitado del Procés ha venido a coincidir con la próxima inclusión en el Diccionario de la lengua española del término posverdad: informaciones o aseveraciones que no se basan en hechos objetivos, sino que apelan a las emociones, creencias o deseos. En fin, una verdad ficticia, incluso instrumental para quien sea capaz de crearla e imponerla en provecho propio o ajeno, o para su desgracia. O vaya usted a saber…

José Luis Mora

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