lunes, noviembre 25, 2024
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«La mujer que canta»

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Si el inminente estreno de la secuela de “Blade Runner” hará que la atención de críticos y espectadores se detenga en el desempeño de su realizador Denis Villeneuve –¡que en vez de infierno encuentres gloria!- la cartelera teatral madrileña nos hace recordar en esta nueva temporada una de sus producciones más aclamadas. Se trata de “Incendios” (2010), una obra certera y poderosa que conmovía en su trama y desmayaba en el brebaje de su enigma. Menos conocido era el dato de que Villeneuve adaptaba al celuloide una pieza teatral del libanés Wajdi Mouawad, equilátera en una trilogía inspirada en la guerra civil que calcinó su país de origen. El propio autor sufrió la catástrofe en su niñez, así como el exilio de su familia en París para definitivamente recalar en Quebec.

Treinta y cinco años después de la masacre de Sabra y Chatila el Teatro La Abadía recupera el texto de Mouawad, esta vez bajo la dirección de Mario Gas. Sin embargo el director hispano-uruguayo diluye las referencias históricas y espaciales en el propósito de universalizar el pánico, la hecatombe, y el desamparo. La obra gana así en simbolismo si bien no queda atrás de su versión cinematográfica en cuanto a fuerza narrativa. “Incendios” comienza con un final, el fallecimiento de una madre cuyo legado a favor de sus hijos gemelos se compone de una prenda con un número impreso, un cuaderno manuscrito, y dos cartas a entregar a un padre extraviado y a un hermano desconocido. Los gemelos, desconcertados por la extravagancia de su herencia y por el inescrutable silencio que su madre, Nawal, decidió guardar en su último lustro de vida, acogen los objetos con rechazo y más tarde con intriga. De su postrera aceptación nace un viaje sin retorno que va descubriendo a ambos la epopeya que vivió en su juventud Nawal, “la mujer que canta”, y el trágico descubrimiento que deshiló su fe y su resistencia: “hay verdades que no pueden revelarse a condición de que sean descubiertas”.

“Incendios” se inflama de episodios ásperos, lacerantes, pero su agudeza se bate con la negrura y se abre al perdón y a la esperanza. Se imponen la dignidad y el coraje como patrones de vida, el conocimiento como plan de fuga, el amor como bálsamo de redención. Para ello resulta crucial el lirismo que adorna las intervenciones de los distintos personajes: un apreciable contraste entre palabra y acción que Wajdi Mouwad define como “rima con piromanía”. Particularmente conmovedora resulta la carta póstuma de la madre al hijo, en la voz de una Nuria Espert que bifurca su talento en tres personajes a los que presta su voz apacible y sus ojos de antracita.  Y desde luego  la prestancia de una Yocasta oriental o de una Medea invertida que fueran desterradas de una tragedia clásica.

Notable es también la aportación del veterano Ramón Barea, que como el resto del reparto interpreta varios papeles durante la representación. Un recurso necesario para responder a la exigente arquitectura dramática que propone la obra, en la que discurren acontecimientos entre los que media un abismo de tiempo y de espacio. Para ello la dirección de Gas se afana en las transiciones, que a veces resuelve con la simultaneidad en dos franjas de escenario de personajes y tramas indirectamente enlazados.

Sin embargo la sobriedad escénica que parece imponerse en nuestros teatros no impide que el espectador se traslade de la mano de los protagonistas a una mazmorra del medio oriente, a un poblado árabe, o a una notaría de pongamos Canadá. Una puerta, una mesa y dos sillas, algunos puñados de arena, y una llama en cinemascope que precede los sucesivos cuadros de la obra, componen el austero mobiliario al que recurre Mario Gas. Una invitación a la imaginación y al poder de las alegorías, por ejemplo el elenco de personajes que se guarecen de la lluvia bosquejando la concordia y la clemencia: “ahora que estamos juntos todo va mejor”.

“Entrar en guerra hacia una guerra interior”, afirma Mouwad. En la pesquisa que conduce al sotabanco en que planean los secretos de “la mujer que canta” habita sin duda la andadura del autor, decidido a responder al odio con el remedio de la inteligencia: La infancia es un cuchillo clavado en la garganta. No se lo arranca uno fácilmente. Solamente las palabras tienen el poder de arrancarlo y calmar así la quemadura.” 

Fernando M. Vara de Rey

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