domingo, noviembre 24, 2024
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La vida de un soldado

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Desde que el hombre es hombre, existe en su interior el sentimiento de proteger a los suyos, a su familia, su clan, su tribu. Una vez que el devenir de la historia hizo a la humanidad sedentaria, y varias tribus se asentaron en ciudades con el fin de labrar la tierra y aprovechar las cosechas, teniendo de esta forma estabilidad en el sustento alimenticio, se hizo patente la necesidad de mantener un grupo de hombres jóvenes dedicados exclusivamente a la defensa de la población, contra otras tribus, fueran nómadas o simplemente expansionistas. Además, los símbolos de poder-mágicos, religiosos o legendarios-, comenzaron a ser patrimonio diferencial de cada pueblo, que los hacia distintos de los otros y realzaba los caracteres étnicos, culturales o simplemente míticos, de cada uno de ellos.

Así nació el ejército-del latín exercitus derivado del verbo exercere (ejercitar), que como ya no estudian las lenguas clásicas nuestros jóvenes, así nos va -, que a diferencia de la Policía-defensor interno de la Polis (ciudad)-, está encaminado, y la propia etimología de la palabra nos lo dice, a contener hacia fuera o lo que venga de fuera.

El ejército es intrínseco al estado  y nace con él, por muy pequeño que este sea. Es su defensor y por lo tanto amplía su defensa a todo aquello que lo forma, especialmente su población y los intereses de esta. Sería un análisis muy infantil afirmar que solo obedece a la clase dominante o a la jefatura del estado, puesto que esta basa su existencia precisamente, en una población que se identifique con ella, sin olvidar sus derechos de ciudadano, que camine en la misma dirección que sus dirigentes. Cuando no ha sido así, la historia nos demuestra que ha terminado en catástrofe, cuando no en la desaparición de esa cultura o civilización.

En nuestros tiempos, en que la democracia-el mejor de los gobiernos o el menos imperfecto-, está arraigada en numerosos países, el ejército se ha tornado necesariamente en un aparato de alta sofisticación. Ya no es la mesnada fiel a un líder, o la falange alejandrina bien entrenada y organizada que luchaba cuerpo a cuerpo, observando el rostro del enemigo. Ahora es algo distinto y sus funciones diferentes, aunque se mantiene la esencial de la defensa del estado-nación y sus símbolos. En nuestros tiempos, con el advenimiento de una tecnología casi propia de la ciencia ficción, la vida de un soldado-además de su entrenamiento para manejarse en el campo de batalla-, es muy cara y todas las tácticas y estrategias van encaminadas a la supervivencia. Hay que evitar las bajas a cualquier precio, pues las sociedades actuales no soportan-como bien se vio en la guerra de Vietnam-, un número elevado de muertos o heridos.

Nadie odia más la guerra que un militar-y lo digo por esos pacifistas bien pensantes que cuestionan la misma existencia de la milicia desde la comodidad del salón de su casa-, porque este conoce muy bien los efectos terribles de un trozo de plomo que viaja a la velocidad del sonido, o los cientos de trozos de metralla que dispersa una bomba al explosionar. Nadie conoce mejor, las atrocidades que se comenten en una contienda sobre la población civil o los soldados enemigos. Por eso, nuestros hombres y mujeres militares no quieren, ni desean el conflicto. Sin embargo, se preparan para ello, pues esa es la forma que tienen de servir a su pueblo. Porque al final, el que da la cara en Afganistán, África o cualquier lugar del mundo donde están desplegados para mantener la paz o luchar contra los terroristas, son ellos: jóvenes españoles que han decidido que su vocación es luchar para defender la forma de vida que nos hemos dado, contra los fanáticos de turno. Son los que se ejercitan para contener el peligro de fuera.

Para eso están, aunque la soldada sea miserable. Para arriesgar sus vidas en defensa de todos nosotros, aunque en ocasiones no comprendamos qué coño hacen en tal lugar, alejado miles de kilómetros de nuestra patria. Porque en democracia, son los cargos electos para gobernamos y dirigirnos los que deciden-equivocada o acertadamente, que para eso están las urnas: para agradecérselo o reprochárselo-, donde es necesaria la presencia de nuestras tropas.

La vida de un soldado vale mucho, y sin embargo son capaces de arriesgarla, de soportar los zumbidos de las balas o las explosiones a su alrededor sin echar un paso atrás. De ver morir a un compañero con el compartía unas cervezas en su tiempo de ocio. De no permitir jamás que nuestra bandera, símbolo de nuestra nación, caiga en manos enemigas. Porque tienen una misión sagrada que entre todos le hemos encomendado, y que no es otra  que vivir y morir por nosotros, por el pueblo y para el pueblo. Y lo hacen en silencio, sin molestar. Humildemente. Casi de tapadillo.

Eso es el ejército y debemos sentirnos orgullosos de él. Esa es la vida de un soldado y debemos ofrecerles por ello, nuestra confianza y gratitud.

José Romero

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