Toda la nación se encontraba conmocionada por los sucesos acaecidos en Cataluña, deprimida, derrotada ante la burda manipulación de una supuesta masacre- según el diccionario de Real Academia Española, del francés “massacre”: matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida-, producida por la Policía Nacional y la Guardia civil. Como todos sabemos, el lenguaje es muy importante y su tergiversación, aún más. Los sediciosos contaron un cuento terrible diciendo que la “masacre” había producido ochocientos heridos, pero ni hubo colapso en la sanidad pública ante el ingreso de tantísimos “heridos”, ni se presentó un solo parte médico. ¿Alguien duda de que si esto fuese cierto, los Puigdemont y compañía hubieran corrido a hacerse la foto junto a los convalecientes en los hospitales?
Sin embargo, hubo en Europa quien se lo creyó, intentando darnos clases de democracia-vaya usted a cualquier país de nuestro entorno y póngase a insultar y escupir a un policía, vera lo que le ocurre y no te digo ya en los EEUU, que va a probar la pistola eléctrica seguramente-, especialmente en el Reino Unido, siempre dispuesto a la crítica fácil contra España, olvidando los pecados propios. El domingo 30 de enero de 1972, una manifestación pacífica organizada por la Asociación Norirlandesa por los derechos civiles para protestar por el encarcelamiento sin juicio de católicos pro independentista, acabo con catorce muertos y numerosos heridos a causa de los disparos de paracaidistas del ejército británico. Eso es una masacre. No nos equivoquemos, ¿verdad señores demócratas ingleses?
Como cuando se tildaba a los pistoleros de ETA de fascistas, cuando en realidad eran asesinos de la extrema izquierda y Francia los consideraba como un movimiento de liberación nacional, permitiéndoles refugiarse en suelo galo, eso sí, sin permitir a ninguno de sus departamentos independistas un solo paso, ¿verdad señores demócratas franceses?
Y cuando más hartos estábamos, cuando casi tirábamos la toalla como un púgil castigado por los golpes del contrario, habló el Rey.
Y lo hizo sin concesiones, con dureza, apelando a la ciudadanía para desmontar el golpe de estado que se estaba produciendo. Poniendo la suerte de la corona-y el propio destino del monarca-, en nuestras manos. Y fue entonces cuando de nuevo volvimos a levantarnos de la lona, cuando comprendimos que somos todos nosotros-hombres y mujeres que sienten esta gran nación como la patria de sus padres y sus hijos-, los que debemos alzarnos pacíficamente como uno solo, para impedir que se rompa en mil trozos como un jarrón de porcelana china que se cae al suelo.
Porque el Rey ha entendido que su destino y el de su pueblo, están íntimamente ligados el uno con el otro. Y él es el pegamento que une las piezas rotas. Bastaron tan solo unas palabras, para que nos diésemos cuenta de que el poder, el verdadero poder, reside en el pueblo, y los sediciosos anden mendigando una negociación. Por eso es mi Rey. Ese es el poder de las palabras.
¡Gracias Majestad!
José Romero