A lo largo de mi modesta andadura por estas páginas de opinión en Estrella Digital les he venido hablando de distintos asuntos y de personas muy diversas. En dos ocasiones les he contado cosas sobre la vida y la obra de Melquíades Álvarez, de su personalidad, su trayectoria política y su cobarde y vil asesinato.
Melquíades, (Gijón 1864, Madrid 1936), hombre de larga carrera política, llega a Madrid con un acta de diputado por Asturias bajo el brazo y, muy pronto, destacará como excepcional orador. Corría el año 1901.
Próximo al republicanismo de Nicolás Salmerón mediante su adscripción al Partido Republicano Liberal Demócrata, fundaría más tarde el Partido Reformista, militando con personalidades como Manuel García Morente, Benito Pérez Galdós, Manuel Azaña o José Ortega y Gasset.
En 1917 formó parte activa de un movimiento liderado por políticos republicanos y socialistas, que tenía como objetivo convocar unas Cortes Constituyentes; iniciativa que no prosperó. Melquíades, entonces, se aproximó al Partido Liberal, lo que posibilitó su acceso a la presidencia del Congreso de los Diputados en 1923. Desde tal magistratura intentó convencer al Rey Alfonso XIII para que volviera al parlamentarismo liberal tras el golpe de Estado del general Primo de Rivera. Intentaba poner en práctica su propuesta “accidentalista” de la forma del Estado, con el fin de colaborar con la Monarquía a cambio de que esta dejase la soberanía en manos de las Cortes según el modelo británico. Durante la dictadura había tomado parte en diversas conspiraciones dirigidas a derrocar al tirano. En la Segunda República, y como miembro del Partido Republicano Liberal Demócrata, fue elegido diputado por Madrid, Valencia y Asturias. Fue, a su vez, decano del Colegio de Abogados de Madrid, habiéndolo sido ya en el Principado. Como muestra de su sentido ético y estético del Derecho, señalar que defendería como letrado al hijo del dictador (contra el que luchó), José Antonio Primo de Rivera, en uno de los muchos procesos políticos que se seguían contra él. Y ello, a pesar de no compartir en nada su ideología.
En el debate de la Constitución de 1931 defendió que la misma no fuera «el reflejo de un partido político -que siempre sería mezquino y deleznable-, sino, sencillamente, el reflejo de un criterio más amplio, mirando al porvenir y a la evolución total de la vida», ya que, según su criterio, muchas Constituciones «han disfrutado de una vida precaria porque no reflejaban el criterio de la vida nacional, sino el criterio del partido vencedor». Alertó, igualmente, sobre la necesidad imperiosa de «prevenirse» contra las dictaduras que representaban entonces el bolchevismo y el fascismo «porque absorben la nación al Estado, al Estado lo identifican con el Gobierno y al Gobierno lo vinculan en el poder político personal». ¿Les recuerda a algo y a alguien?
El 4 de agosto de 1936 Melquíades es detenido en la casa de su hija, en Madrid, y llevado a la cárcel Modelo de la capital “por su propia seguridad”. En la madrugada del día 22 un grupo incontrolado de milicianos asaltó la cárcel. Lo sacaron de su celda, lo bajaron al sótano y lo mataron. La publicación de dos fotografías de su cadáver, en las que se apreciaba la cuchillada que le propinaron en la garganta, señalaban abiertamente la intención de sus verdugos de silenciar su “pico de oro” su voz y su palabra de “tribuno” libre.
Al propio tiempo, quiero traer a colación la memoria de Melchor Rodríguez, (Sevilla 1893, Madrid 1972), un político de clase obrera, sindicalista, anarquista y humanista que sería el último alcalde republicano de Madrid y que, durante su etapa como Delegado de Prisiones y como alcalde, salvaría la vida de miles de personas, en su mayoría franquistas o disidentes políticos.
Existen paralelismos entre los dos personajes, más allá del tiempo que les tocó vivir. Su capacidad política, su honestidad, su enorme obra política y, más trivialmente, su cierto y cuidado dandismo. Ambos acudían a sus trabajos y quehaceres diarios de punta en blanco, extremadamente pulcros. Con su pajarita, Melquíades; y con su pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, Melchor.
Melchor es, sin duda, un personaje quijotesco porque, como ya he glosado en este amable medio, se enfrentó con valor a las afrentas de los suyos y se jugó la vida los demás. El escritor y periodista Alfonso Domingo, en su obra “El ángel rojo”, nos acerca al niño de Triana, hijo de un maquinista y de una costurera y cigarrera, que quedó huérfano a los diez años cuando su padre tuvo un accidente mortal en los muelles del Guadalquivir.
Durante su etapa al cargo de las prisiones de la Segunda República paró “las sacas” de presos políticos desde las cárceles a Paracuellos del Jarama, donde eran fusilados en masa, suprimió los paseos nocturnos habituales en las prisiones y se llevó a decenas de condenados a muerte a su casa, alegando que él mismo, en su condición de Delegado de Prisiones, ejecutaría personalmente las sentencias. Y es que, como dijo Cervantes, «Un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus hechos». En el caso de mis dos protagonistas, sus actos fueron, sin duda, mejores, todavía, que sus enormes voces.
Permítanme terminar mi crónica con una especie de relato distópico, y que les cuente lo que pudo ser y no fue. Perdónenme si fabulo y escribo que Melchor bien pudo haber salvado de la muerte a Melquíades, aunque no fue así. No obstante, estoy convencido de que el “ángel rojo” lo habría hecho si hubiera podido, pero no pudo. Téngase en cuenta que Melchor fue nombrado Delegado Especial de Prisiones de Madrid el 10 de noviembre de 1936 y que Melquíades fue asesinado en la cárcel Modelo el 22 de agosto, dos meses antes.
Y es que los héroes de carne y hueso son, ante todo, hombres llenos de las grandezas y las limitaciones que imprime su propia condición humana.
Ignacio Perelló