Cuando yo era chinorri, siempre había en casa unas revistas llamadas Selecciones del Reader¨s Digest. No recuerdo quien las traía, pero creo que era mi padre, siempre empeñado en que sus hijos leyesen. Se trataba de una revista curiosa, profundamente anticomunista-como marcaban los cánones de la época-, que extractaba libros, artículos etc… Las leía con avidez aunque apenas contaba con ocho o nueve años, y fue lo que me introdujo en el mundo de la literatura, junto-porque no decirlo-, con los comics como Hazañas Bélicas o la Joyas Literarias juveniles, de la editorial Bruguera. Mi sección favorita de la conocida revista norteamericana se titulaba 'Mi personaje inolvidable', en la que escritores o periodistas, glosaban la figura que más influyó en sus vidas. Así que, en un ataque de melancolía de cincuentón empedernido, he decidido escribir sobre mi personaje inolvidable.
Recuerdo que era un hombre no muy alto, delgado pero fuerte y un rostro parecido a Tony Leblanc. Poseía una labia digna un monologuista y por alguna extraña razón, caía bien a todo el mundo, excepto a mi madre. Trabajaba las horas necesarias para sacar adelante a su familia-mujer y cuatro hijos-, con el objetivo de ofrecerles una vida mejor en tiempos difíciles. Jamás le escuché quejarse cuando volvía reventado-con veinte años había padecido tuberculosis con el resultado de la extirpación de un trozo de pulmón-, a su humilde casa sin ducha ni lavabo, bajo un sol de justicia o una nevada impenitente. Apenas sabía leer y escribir, pero en sus ratos libres escribía poemas a su maravillosa tierra andaluza, o cantaba alguna soleá acompañado de un chatito de vino tinto. Los domingos por la mañana, me obligaba a acompañarle al Rastro o a la Cuesta de Moyano, donde me compraba un libro y hacia que lo leyese entre semana. “La cultura es la bomba atómica de los pobres”, repetía constantemente. De vez en cuando me propinaba un capón si me preguntaba por alguna obra y no sabía decirle su autor. Otras veces, me hacia recitar un poema de Bécquer o de Antonio Machado cuando le acompañaba para ayudarle en el trabajo, transportando las latas de pintura o las brochas.
Pero lo que más le gustaba, era llevarme a la estación de ferrocarril de Atocha. Compraba dos billetes de andén y paseábamos observando las potentes locomotoras que iban y venían, arrastrando enorme vagones que transportaban gentes e ilusiones a un Madrid que se iba forjando poco a poco. “Cada vez que vengo aquí, quiero hacer un viaje”, me decía con rostro serio. Yo entonces no lo entendía, pero con el paso del tiempo, lo comprendí todo. Era un alma de artista, ávida de conocimientos, curiosa hasta la saciedad; atrapada en el cuerpo de un simple pintor de brocha gorda, pobre sí, pero un hombre con los pies en la realidad y la cabeza en las estrellas.
Jamás fue feliz. Hubiera deseado escribir poemas, cuentos, y pintar cuadros al estilo de su admirado Velázquez. Pero no pudo ser. Murió como vino al mundo: con ganas de viajar por el universo desconocido.
Ese fue mi personaje inolvidable: mi padre. A él le debo todo lo que soy.
Gracias, papa.
José Romero