Un grupo de políticos han decidido arrasar siglos de convivencia y llevar a una sociedad a injusta incertidumbre sobre su propia vida. Es injusto porque esta realidad social, política y sobre todo humana que es España lleva 40 años trabajando por ser un país mejor, en el que a nadie se deje atrás ni desvalido. Hoy millones de españoles de Cataluña no saben qué va a ser de sus vidas, sus haciendas y sus derechos políticos, ganados a pulso tras una ferrea dictadura.
Son momentos graves, de incertidumbre y preguntas. Y de tristeza. ¿Es justo que los españoles no sepan qué Estado va a haber mañana mismo en Cataluña? ¿Es justo que, tras 40 años de lucha contra el terrorismo vasco, ahora corra el sudor frío del temor a un enfrentamiento armado? ¿Por qué nos han puesto en el lugar al que nadie quería ir, en la peor hipótesis para nuestro país?
Es difícil decir a dónde vamos. El choque de garrotazos está garantizado, dada la legítima pretensión de España de restablecer la legalidad, y la soberbia y enloquecido nacionalismo que exhiben los separatistas catalanes. ¿Realmente nos merecemos esto?
En todo nacionalismo hay xenofobia, supremacismo, que puede llegar al odio al diferente. El problema de este tipo de sentimientos es que es muy fácil de activar y muy complicado de desactivar. Ante la historia tendrán que rendir cuentas quienes han puesto en marcha esta semilla en cientos de miles de personas. Quienes han llevado a cabo este golpe de Estado movidos por un espurio cálculo político y por el odio a España concertado con los escuderos políticos de ETA.
Sinceramente moverá al sonrojo a los espectadores futuros la sesión en la que una vesánica presidenta del Parlament (Carme Forcadell) ha ido laminando cualquier intento de la oposición o los letrados de la Cámara de detener o simplemente no ser arrollados por la mayoría de Gobierno. Con un fanatismo inusitado se ha ido saltando reglamentos, votaciones, interrumpiendo a quienes querían hablar, una actuación que lleva desplegando singularmente desde el 6 de septiembre, cuando se dio paso a la fase de acción del plan.
A los orgullosos pancatalanistas les va a quedar para siempre el baldón de que han proclamado su república barataria como unos auténticos bananeros. Sin la presencia de la oposición –que supone más del 50% de los votos de la población, no lo olvidemos–, arrasando los derechos de los que opinan en contra, en votación secreta para escaquear consecuencias legales, colando de rondón y amparados en un referéndum más manipulado que los que hacía el franquismo. Enhorabuena, ésa es la calidad democrática de su pretendida república.
Hay algunos que han dicho, al ver las banderas españolas en las ventanas de todo el país, que les ponían nerviosos las exhibiciones de banderas. Pues que miren a Barcelona un rato. Exhibición de banderas al viento, himnos patrióticos, parafraseando a Josep Borrell, “una nueva cicatriz en el mapa”.
A España se la ha insultado y vejado sin contemplaciones, hasta el punto que han movido a nuestros acomodaticios intelectuales, sobresaltados ante la grosería de las ofensas. España es un país tan democrático que se ha permitido la sedición en sus propias cámaras, el libelo, el adoctrinamiento nacionalista, hasta su propia destrucción en una sesión. “Represión”, “antidemocrático”, “franquista”, “fascista”. Improperios que se han soltado sin más consecuencias.
Es verdad que España es un Estado en cierto modo débil. Es difícil que nuestro país de un puñetazo encima de la mesa, incluso cuando está siendo robado, como ha ocurrido en Venezuela y otros lugares, generalmente bolivarianos. Habrá que pedir responsabilidades a Gobierno y oposición por la inacción tras el 6 de septiembre, el día que se violó el Estatuto y a la Constitución. En el Pleno del Congreso la oposición hizo que el presidente del Gobierno hablara de Bárcenas.
Ahora llega el inevitable momento en que los españoles pedimos al Gobierno y los representantes políticos que hemos elegido democráticamente, que restablezcan la legalidad. Conmovía la otra noche oír en Madrid al venerable arquitecto Óscar Tusquets –el pobre alegaba su árbol genealógico catalán– implorando: “No nos dejen solos”.
Se puede discutir el fondo de las pretensiones nacionalistas, se puede discutir algunas formas. Pero no es discutible que se quiera colar de manera tan antidemocrática, con la presión de las calles exaltadas y aprovechando resquicios legales y saltádose todo tipo de reglamentos, un cambio en las reglas de juego que nos hemos dado los españoles.
Se oye mucho la tontería de que muchos votantes de la Constitución del 78 ya han muerto y los jóvenes no la han votado. La constitución americana data de 1797, la francesa originariamente de 1791, la alemana de 1949. Todas han sido modificadas, lógicamente, en parte. Solo un necio desprecia el legado de sus mayores y lo derrocha. Pues eso quieren algunos.
Oígan, la Constitución española recibió en 1978 en Cataluña un sí del 90,46%, por encima del resto de España.
Eso es democracia.
A ver si la igualan los nacionalistas hijos de la «rauxa».
Esta frase me la regala la fiscal Rosana Morán, y la dijo Miguel de Unamuno: “El nacionalismo es la chifladura de exaltados echados a perder por indigestiones de mala historia”.
Joaquín Vidal