«La manada”. Uno de esos insultos éticos que se esconde bajo el manto catalán que todo lo cubre.
Los acusados de una presunta violación en grupo piden que no se utilice su foto, en nombre de la ética de la presunción de inocencia, mientras encargan a un detective que desacredite a la presunta violada, en nombre de la ética del derecho a la defensa. Pues nada, aquí la foto de los éticos machotes; una foto que este periódico y este columnista ponen en nombre del rechazo a la “omertá” contra las mujeres, contra el silencio cómplice, contra años de hipocresía.
Hay mucho de cinismo procesal en las prácticas de un abogado que clama contra “la caza de brujas” que en la red sufre su “manada”, mientras usa la red para desacreditar a la víctima o zascandilea con las vacilaciones incomprensibles de un juez a la hora de admitir las pruebas.
No nos engañemos; lo que pretende “la manada” no es nuevo. Está tratando desesperadamente de mantener, a golpe de mentiras, un sistema egoísta en que los hombres tienen un poder injustificable. Sienten que ese poder se desvanece y culparán a todo el mundo, excepto a ellos mismos.
Sobre el acoso sexual, los hombres debemos ser claros: el problema no son las mujeres, somos nosotros, nuestras complicidades y nuestras tolerancias.
Puede parecer patético, pero ahora que el suelo se mueve y las paredes cuentan sus viejos secretos, los antaño poderosos se convierten en furtivos. Quienes han practicado el abuso no saben lo que hacer porque las reglas han cambiado. La nueva idea del consentimiento, no es no, la idea de que la sexualidad es controlable es una novedad para ellos.
Desde “la manada” a Hollywood; desde el parlamento británico a los despachos de los más poderosos empleadores, los patrones de hostigamiento y abuso basados en el género se han reproducido día a día, entre conspiraciones de silencio cuando no complicidades.
El “ya se sabía” no es sino una forma de banalización. La pretensión es que los comportamientos de abuso se transformen en los simples coqueteos en el lugar de trabajo. No; no existe el acoso de baja intensidad, por mucho que el ruido acabe sepultando el drama de una única mujer. Ya saben lo que decía Goebbels: “un muerto es un escándalo, un millón es una estadística”.
Lo que parece obvio es que en el lugar de trabajo, sea una oficina, un estudio o un despacho parlamentario hay todo un espectro de conductas inapropiadas, con la violación en un extremo, que requiere un cambio cultural además de mejorar y precisar el marco legal.
No son solo las leyes, son las reglas lo que deben cambiarse. Hay muchas razones por las que las mujeres no pueden denunciar un ataque, muchas de ellas tienen que ver con las posiciones de debilidad, con necesidades, con falta de solidaridad en el ámbito del trabajo.
Las denuncias no son una campaña ni hay una caza de brujas. Ambas ideas son un regalo para los acosadores y, lo que es más grave, trata de impedir que las denuncias se tomen en serio.
Sobre el acoso sexual, los hombres debemos ser claros: el problema no son las mujeres, somos nosotros, nuestras complicidades y nuestras tolerancias. Tras la simple mano en la rodilla – algo de baja intensidad- de un diputado inglés había un escenario de violencia parlamentaria inaudita.
Mujeres de todo el mundo denuncian hoy experiencias dolorosas , a veces confusas, y muchos hombres con influencia están respondiendo tratando de hacer que sus esfuerzos colectivos nazcan muertos.
Al esforzarse por mantener el statu quo, están dispuestos a sabotear lo que podría ser un cambio profundo en una cultura tóxica. La cuestión es si los demás, los que procuramos aprender las nuevas reglas, estamos dispuestos a mantener el silencio, “la omertá” o las prácticas de todas las “manadas”.
Juan B. Berga