Cristina se asomó a la ventana de la oficina y la vio. Era la Luna más grande que jamás había visto. Emocionada, cogió su teléfono móvil y escribió: “¡qué grande está la Luna, que bonita!” y lo mandó como un mensaje de wasap al hombre que unas semanas antes, conoció en un garito.
Ella, que siempre presumía de ser fría y contener los sentimientos, comenzaba a estar perdida en un maremágnum de dudas. Aquel hombre era extraño, mayor que ella, y denotaba por su aspecto que su vida no había sido fácil. Era de ese tipo de hombres que nunca se conoce a fondo, porque siempre esconde algo. Un misterioso fondo de armario que solo poseen las personas que han recorrido medio mundo, en busca de aventuras extrañas.
Ella era una chica de provincias, inteligente, estudiosa y trabajadora a no poder. Claro que había tenido experiencias con los hombres, pero con ninguno llegó a nada. Y no por su culpa. O sí. El caso es que ahora vivía sola, en la plenitud de la mujer que sabe lo que quiere, aunque de vez en cuando echase en falta las manos poderosas de varón, estrechando las suyas en el éxtasis del amor.
“Tan solo un rollo” dijo al hombre. “Contigo, jamás tendría una relación”. “Estoy de acuerdo”, respondió el sin pestañear. Sin embargo, los días pasaron y se sorprendió así misma con ganas de escribirle cada día, de saber de él, aunque la razón le decía que no lo hiciera.
Por eso, aquella noche, cuando la Luna sobresalía por el horizonte bañada en un tono rojizo y el respondió al mensaje con un “me gustaría verla contigo”, sintió que su corazón se arrugaba y el alma se le acongojaba. Recordó la primera vez que le vio desnudo, con sus poderosas espaldas al descubierto, la madrugada que se acostaron juntos, en una extraña urgencia de desvelo.
Y se dio cuenta de que quería verle, hablarle, besarle y sobre todo escucharle. Y aunque pensaba que jamás le tendría, pensó que ver la Luna de Sangre junto a él, hubiera sido maravilloso.
Porque cuando en la vida de las personas aparece la Luna grande y roja, es que acaban de llegar a un momento en que la marea de su existencia, no se sabe si sube o baja. Si se ahogaran en el tsunami de la soledad, o tan solo sentirán el frescor del agua mojando sus cuerpos bajo el sol.
Siempre, en el camino vital de una mujer, hay hombres que van y otros que vienen. Lo importante, son las huellas que dejan en el camino.
José Romero