Justo una semana antes del escándalo Oxfam, se publicaba que medios de la Casa Blanca y sus antenas mediáticas preparaban una campaña para desacreditar el papel de las organizaciones no gubernamentales en los diferentes conflictos.
Una hermosa, pero innecesaria historia. Varias organizaciones – entre ellas alguna española- llevan tiempo ocultando una serie de comportamientos intolerables que han puesto patas arriba el mundo de la solidaridad internacional.
Las organizaciones no gubernamentales tienen una obligación que no es llenarnos los correos electrónicos de cháchara sobre protocolos y garantías de futuro, sino recuperar el núcleo de su identidad hoy escondida por gerentes ejecutivos, expertos en subvenciones, venta urbana de afiliaciones y cosas parecidas.
Hace un par de décadas, si unos venales y privilegiados hombres blancos hubieran organizado orgías con menores negras no hubiéramos hablado de prostitución o abuso, sino de simple colonialismo; algo de eso queda en el mito cooperante
El último parapeto ético en un mundo globalizado está a punto de saltar por los aires, y alguna que otra patética rueda de prensa modelo plasma, como la ofrecida hoy por Oxfam en Madrid, no ayudan precisamente.
El abuso es siempre el resultado de una ruptura dramática de la confianza implícita de quienes carecen de poder en sus protectores. Sea en hogares de acogida, en internados, en instituciones religiosas, en todos los lugares que operan con sus propios universos morales, los más vulnerables han sido objeto de abusos por sus supuestos protectores.
Sabemos cómo se reacciona al escándalo: prefiriendo ver la ruindad como un asunto interno. La reubicación de sacerdotes católicos en otras diócesis, por ejemplo, ha sido la tradicional forma de negación absoluta sobre el daño hecho.
Oxfam se ha dedicado a salvaguardar su propia reputación. La falta de trasparencia y los portavoces de la organización han empeorado las cosas.
Las organizaciones no gubernamentales han construido un relato imprescindible en la sociedad actual.
Pioneras en la compresión del cambio global, en envolver a nuestras sociedades en la solidaridad y el compromiso, las organizaciones de cooperación han construido una cara oculta, consecuencia de convertirse en marcas corporativas.
Marcas corporativas que compiten por fondos y que administran recursos humanos, a veces con notable grado de explotación laboral – véanse los vendedores de afiliaciones-, más que voluntarios.
No cabe duda sobre la sinceridad de todos los protocolos que se anuncian, pero uno tiene la sensación de que se trata de parar la sangría de fondos que se anuncia. Y no me refiero tanto a las personas asociadas como al mercado europeo de subvenciones.
Oxfam nos hará mucho daño, poniendo en riesgo una cooperación y ayuda internacional siempre amenazada, y más ahora con la cultura populista en curso. Las organizaciones no gubernamentales deben entender que el problema no es el número de abusos, sino su poder en los espacios en los que trabajan
Estas organizaciones siempre saben que es lo mejor, no rinden cuentas a las comunidades en las que trabajan, ni a sus apoyos, pecan de soberbia. En el caso de Oxfam no sorprende que su respuesta a la situación de Haití fuera deficiente. Porque lo que intentó fue mantener su poder y su control sobre la situación, sin someterse a evaluación alguna.
Oxfam sabe que está en peligro y que la confianza será difícil de recuperar. De hecho, la radicalidad bienpensante que pulula por ahí ya hubiera pedido disoluciones si fuera otra institución la afectada. Nuestro problema es que no se desmantele un sector y una cooperación imprescindible en el mundo de la desigualdad global.
Juan B. Berga