viernes, noviembre 22, 2024
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No llames discriminación a lo que es explotación

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La perversión del lenguaje hace perder el significado que los conceptos encierran en cada vocablo.

Hablamos, por ejemplo, de manera convencional de discriminación para referirnos a la situación que sufre una persona o un colectivo con relación a otro u otros seres humanos, cuando se da por hecho y por derecho que han de estar, por razones subjetivas y objetivas, en las mismas condiciones de igualdad.

Nos referimos, no sin cierto eufemismo, a discriminación positiva  al referirnos a medidas a instrumentar para conseguir superar esas situaciones de discriminación. Hacemos alusión así a la desigualdad, en términos de oportunidades, cuando queremos expresar las dificultades para llegar a un lugar o posición, ya que no todos tienen las mismas posibilidades.

En todo caso, estamos expresando o queriendo expresar que se pone de manifiesto que hay una parte del conjunto, compuesto por unidades pero cada una relevante por sí mismas, que están preteridas (individualmente o como subconjunto integrante del grupo principal), es decir que no gozan de los mismos derechos, posiciones o condiciones.

Todo lo dicho podemos encontrarlo con profusión en los discursos, hoy llamado relatos, sobre la mujer, las mujeres, en nuestra sociedad actual, de lo pasado hasta ahora… mejor ni pensarlo.

La ciencia política, la psicología, sociología, antropología, historia y el derecho han venido estudiando el fenómeno de estas relaciones bajo un concepto que es mucho más contundente, más visual, más certero que es dominación. Sin embargo, parece existir un cierto pudor en categorizar que las mujeres siguen viviendo en el mundo 5.0 una relación de dominación con referencia a los hombres y a la propia sociedad.

La dominación puede ser voluntaria o involuntaria; voluntaria a buen seguro que no es. Consciente o inconsciente; en ambos casos se produce, mucha mujeres son conscientes de que están siendo dominadas y por ello se rebelan, otras ni lo consideran, pero sin duda lo están, aunque no lo sientan, pues la dominación también está en su entorno y en su vida cotidiana íntima. Ya se ocupó el dominador de hacerle pensar que era: “la reina de la casa”, “la más guapa del trabajo” y “la más lista de todas” a la par que: la mejor madre, esposa, novia, compañera…la que mejor plancha, friega, recoge la mesa, paga en el banco, lleva a los niños al colegio, al entrenamiento, va la reunión de padres, trabaja dentro y fuera de casa y además la que se pone más guapa para mí.  

La dominación es la imposición de unos sobre otros en una relación socialmente establecida y la imposición solo se erradica mediante procesos que rompan lo establecido. En un sistema democrático, cabría esperar, que esta relación se rompiera por una profundización democrática, con un marco jurídico que combatiera eficazmente cualquier atisbo de ella. Un compromiso colectivo institucional real de las fuerzas sociales, políticas, educativas, culturales…, que asuman prioritariamente como parte de su razón de ser y establezcan consensos y alianzas para finalizar de una vez por  todas con la relación de dominación, estableciendo  ya la igualdad plena. Cuando el sistema democrático termina por convertir la lucha contra la dominación en semántica electoral solo queda la revolución.

El momento de los datos para evidenciar la dominación es ya un estadio superado; recordarlos solo sirve para avergonzarnos; hacer referencia a ellos como impostura debería llevar aparejado un castigo bíblico, tipo se te cae la lengua.

Que sigamos hablando de que es necesario levantar la bandera de la lucha contra la dominación sobre las mujeres, lo mismo que contra la pobreza en el mundo, no deja de ser reflejo de que el objetivo de los dominadores era tan solo mejorar, pero nunca estuvo en su agenda cambiar.

En muchas naciones existe el mito de los dos países. Dos concepciones del mundo. Muchos piensan que son viejos maniqueísmos inventados antaño por un maestro de pueblo cabreado por haber perdido una guerra. Nada que una democracia formal, al estilo europeo y el tiempo, no pueda solucionar. En definitiva, hay que ser tolerante, se nos dice, es la pluralidad existente en todos los órdenes de la vida donde siempre hay matices, formas diferentes de entender las cosas,  de plantear los problemas, de ofrecer soluciones. Nada que pueda llevar a excluir al otro. Pues en la dominación sobre las mujeres no debería ser así.

El 8 de marzo es un grito de basta ya, diciendo que a estas alturas del proceso de civilización es insostenible, ininteligible, injusto, inhumano, indecente, insensato, incomprensible e imbécil que la mujer, las mujeres, sigan estando y soportando una relación de dominación.  

Una huelga puede, aparentemente, servir para poco, esta no. Evidencia que efectivamente hay en el mundo, en cada país, en la sociedad y, tal vez, en casa dos formas de entender el mundo. Una de ellas debe ser excluida.

En un lado, las dominadas y aquellos que se sienten solidarios y combativos con ellas por “una revolución pendiente” que hay que hacer en este minuto. En el otro, los que se encuentran satisfechos con solo “mejorar las cosas” y consideran como una mera fatalidad lo que pasa. Los que no ven en la huelga «trascendencia ni relevancia para las mujeres”, los que ven en ella “un enfrentamiento entre hombres y mujeres”. Los que creen que se trata de «confundir anticapitalismo con feminismo». En fin, los que de forma voluntaria y consciente se sienten complacidos en el bando de los explotadores. No llamarles así, sí sería una fatal perversión del lenguaje.

(*)Álvaro Frutos Rosado es abogado y analista político.

 

Álvaro Frutos Rosado

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