No he oído en las televisiones y radios ni he leído por ningún lado que nuestros Reyes hayan expresado la más mínima crítica a las medidas adoptadas por el presidente norteamericano, Donald Trump, con los emigrantes en la frontera de Texas: niños encerrados en jaulas, separados de sus padres, llorando sin comprender su situación.
Debe de ser que se me ha escapado la reacción de nuestros monarcas, porque yo no puedo creer que ellos, tan sensibles, hayan pasado por alto una atrocidad semejante. Lo que sí he visto ha sido una charleta de ambas familias y unas declaraciones afirmando que se llevan muy bien y que tenemos intereses comunes. Espero que esos intereses no sean los de meter a niños sin papeles en jaulas, aunque, la verdad, aquí los metemos en instalaciones que no son mucho mejores.
Comprendo las limitaciones diplomáticas de los Reyes. Entiendo que en determinadas ocasiones han de hacer de tripas corazón y abrazar a un dictador por el bien del país. Pero creo también que ante determinadas cosas debe pesar el ser humano que se supone que son para poner su corazón y sus palabras contra una injusticia. No hay mayor grandeza en el hombre que la de ser hombre, decía Antonio Machado, de otra y mejor manera. Y, por eso, los Reyes podrían haber tenido un rasgo de humanidad y de grandeza y haber criticado lo que cualquier persona biennacida considera un acto de máxima crueldad.
Política inhumana aquella que se basa en la dominación del hombre sobre el hombre. Esa política que busca la defensa y el bienestar de unos sobre el hambre y la miseria de los otros.
Nunca he entendido las razones de la existencia de la Monarquía. Jamás he podido creer que pueda heredarse la representación de todo un pueblo. No he podido aceptar jamás privilegios y dones basados en una hipotética pureza de sangre. Pero, al menos, lo he soportado, pensando que podía ser un mal menor.
Lo de los Reyes abrazando al monstruo de Trump demuestra que hay instituciones, como la Monarquía, que no nos representan. Y que, además, nos avergüenzan con su silencio.
Rodolfo Serrano