Están todos a la espera. Lo de Màxim fue hasta cierto punto demasiado fácil para la oposición y no hizo el daño pretendido a Sánchez.
Huerta se llevó los golpes, demasiados y demasiado injustos. Él dijo que para evitar que fueran hacia el Presidente, aunque olvidó que fueron las palabras de Sánchez las que terminaron por forzar su dimisión.
Pero es cierto que el objetivo era y es el Presidente. Cada día es una búsqueda nueva de problemas de su pasado, aunque tras dos primarias internas difícilmente aparecerán cosas nuevas. Al menos nada realmente relevante. Ya habría salido.
Así que se espera a su error. La mayoría están convencidos de que llegará antes o después, que ya los ha cometido en su etapa de oposición y de que terminará siendo preso de sus palabras como lo fue Màxim.
Y Sánchez lo sabe. Por eso mide sus palabras, sus apariciones son contadas y -hasta la fecha- evita las preguntas de los periodistas en rueda de prensa.
Cada gesto está previamente medido y controlado. Hasta sale a correr por Moncloa y no suda.
Le están construyendo un aura de Presidente de la República, una mezcla de Macron regañando a un joven por llamarle “Manu” y un Obama en las escaleras de la Casa Blanca. Que sea cercano, pero reforzando el papel institucional. Ya no es Sánchez, ya es el Presidente del Gobierno.
Hoy lo ha reforzado en el Congreso. “Este Gobierno no les va a pedir lealtad, pero tengan lealtad con el estado”, ha dicho. Porque quiere separarse del fango político, porque quiere separarse lo suficiente como para estar a otro nivel.
Es un escudo perfecto, refuerza su peso a la vez que el de la institución a la que representa.
La duda es la posibilidad de sostener eso en el tiempo. España no es Francia, ni Estados Unidos. Sus asesores parecen estar copiando modelos que con dificultad pueden reproducirse en España. Al menos hasta ahora.
Sánchez depende ahora de cuánto logren alargar ese efecto. Y de no cometer errores, claro.
Alberto Sotillos